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Una-tierra-prometida (1)

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gente prefería confiar en ellos. Sabía que a veces las mujeres y las personas

de color del equipo veían de manera distinta los estilos impulsivos de

Rahm, Axe, Gibbs y Larry; por no hablar de su nerviosismo de origen

político a la hora de mostrar opiniones contundentes sobre temas bandera

como la inmigración, el aborto o la relación entre la policía y las minorías.

Por otra parte, eran combativos con todo el mundo, también entre ellos.

Conociéndolos bien como los conocía, pensaba que hasta donde las

personas que hemos crecido en Estados Unidos somos capaces de

liberarnos de nuestros prejuicios, ellos pasaban la prueba. Mientras no me

enteré de ninguna situación ofensiva, pensé que para mí bastaba con

establecer un buen ejemplo ante el equipo tratando a todos con amabilidad

y respeto. Los casos cotidianos de ego herido, batallas territoriales, o

pequeños desprecios los podían gestionar entre ellos.

Pero al final de nuestro primer año, Valerie me dijo que quería charlar

conmigo y me informó de una insatisfacción creciente entre las mujeres del

equipo sénior de la Casa Blanca. Solo entonces empecé a analizar mis

puntos ciegos. Me enteré de que había al menos una mujer a la que habían

hecho llorar después de haberla reprendido en una reunión. Cansadas de ver

cómo se rechazaban sus ideas una y otra vez, algunas de ellas habían dejado

de intervenir en las reuniones. «Yo creo que los hombres no se dan ni

cuenta de cómo se imponen —dijo Valerie— y para las mujeres eso es parte

del problema».

Me preocupó tanto que sugerí que una docena de mujeres del equipo se

reunieran conmigo para cenar y tener así oportunidad de charlar las cosas.

Hicimos la reunión en el antiguo comedor familiar, en la primera planta de

la residencia, y tal vez por la elegancia del lugar, con sus techos altos, los

mayordomos con pajaritas negras y la porcelana de la Casa Blanca, las

mujeres tardaron un rato en relajarse. Los sentimientos en la mesa no eran

homogéneos, y ninguna de ellas dijo que hubiera recibido un trato

abiertamente machista, pero al escuchar a aquellas exitosas mujeres charlar

durante un par de horas, me pareció evidente el grado en el que ciertos

patrones de comportamiento que estaban automatizados en muchos de los

hombres del equipo sénior —como gritar y maldecir durante una discusión

política; dominar la conversación interrumpiendo constantemente a los

demás (sobre todo a las mujeres) a mitad de una frase; volver a exponer

algo que alguien había expuesto ya media hora antes (normalmente una

mujer) como si fuera una idea propia— era algo que había provocado que

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