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Una-tierra-prometida (1)

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con unos despachos notoriamente plagados de ratones, en vez de las

espaciosas salas del edificio Eisenhower que quedaban al otro lado de la

calle) no pasó mucho tiempo hasta que algunos de los miembros del

gabinete empezaron a sentirse poco apreciados, relegados a la periferia de

la acción y sometidos a los antojos de otros empleados con frecuencia más

jóvenes y menos experimentados de la Casa Blanca.

Ninguna de aquellas cuestiones era única de mi presidencia, y es un

mérito tanto de mi gabinete como de mi equipo que mantuvieran la atención

a medida que el entorno laboral se fue endureciendo. Con pocas

excepciones, evitamos las hostilidades abiertas y las filtraciones constantes

que habían caracterizado a algunas de las administraciones previas.

Conseguimos evitar cualquier escándalo. Al comienzo de mi

Administración dejé claro que tenía tolerancia cero a los lapsus éticos y

quienes tenían un problema con esa clase de cuestiones no se unieron a

nuestro equipo. Aun así, nombré a un viejo compañero de la Escuela de

Derecho de Harvard, Norm Eisen, como consejero especial del presidente

para ética y reformas del Gobierno con la intención de que ayudara a todo

el mundo —a mí incluido— a mantenerse firme. Alegre y puntilloso, con

rasgos marcados, los ojos enormes y la mirada fija de fanático, Norm era

perfecto para el puesto; la clase de persona a la que deleita el bien ganado

apodo del «doctor No». Cuando en cierta ocasión le preguntaron a qué tipo

de congresos podían acudir los cargos de la Administración, su respuesta

fue breve y directa: «Si suena divertido, no puedes ir».

Por otra parte, mantener alta la moral no era algo que pudiera delegar.

Trataba de ser generoso en mis alabanzas y de medir mis críticas. En las

reuniones, pedía la opinión de todos, también de los miembros más jóvenes

del equipo. Las cosas pequeñas tenían importancia; me aseguraba de ser yo

quien llevaba la tarta si era el cumpleaños de alguno de ellos, por ejemplo,

o sacar tiempo para una llamada a los padres de alguien si era su

aniversario. A veces, cuando tenía unos minutos libres, sencillamente me

paseaba entre los estrechos muros del Ala Oeste, asomando la cabeza por

las puertas de los despachos y preguntando a la gente por sus familias, o en

qué estaban trabajando o si pensaban que había algo que pudiera hacerse

mejor.

Irónicamente, un asunto de la gestión que me costó aprender más tiempo

del que debía fue prestar mayor atención a las experiencias de las mujeres y

la gente de color del equipo. Siempre había pensado que cuantas más

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