Una-tierra-prometida (1)
económico para comunidades rurales en apuros. La secretaria de EmpleoHilda Solis y su equipo se volcaron en facilitar que los trabajadores consueldos bajos recibieran una paga por sus horas extra. Mi viejo amigo ArneDuncan, antiguo director de las escuelas de Chicago y ahora secretario deEducación, lideró el intento de aumentar los estándares en las escuelas debajo rendimiento de todo el país, incluso cuando aquello despertó la ira delos sindicatos de profesores (comprensiblemente recelosos de cualquiercosa que implicara más pruebas estandarizadas) y los activistasconservadores (que pensaban que cualquier esfuerzo por instituir uncurrículo común era una trama de los liberales para adoctrinar a sus hijos).A pesar de esos logros, la rutina diaria de dirigir una agencia federal nosiempre estaba a la altura del papel más glamuroso (consejero y confidentedel presidente, visitante asiduo de la Casa Blanca) que algunas personas delgabinete habían pensado que tendría. Hubo una época en que presidentescomo Lincoln dependían casi exclusivamente de sus gabinetes para hacerpolítica; los empleados de la Casa Blanca manejaban poco más que lasnecesidades personales del presidente y su correspondencia. Pero cuando elGobierno federal se expandió con la era moderna, los sucesivos presidentesfueron centralizando cada vez más y más la toma de decisiones bajo unmismo techo, acrecentando el número y la influencia del personal de laCasa Blanca. Al mismo tiempo, los miembros del gabinete se fueronespecializando paulatinamente, consumidos por la tarea de dirigir unosdominios cada vez más amplios y remotos en vez de estar dando charla alpresidente todo el día.El traslado de poder se veía en mi agenda. Mientras gente como Rahm oJim Jones me veían casi a diario, solo Hillary, Tim y Gates tenían reunionesfijas en el despacho Oval. Otros secretarios tenían que luchar paraconseguir entrar en mi agenda, a no ser que alguno de los asuntos de suincumbencia se convirtiera en una prioridad de la Casa Blanca. Lasreuniones de todo el gabinete, que tratábamos de mantener una vez altrimestre, daban a todos la oportunidad de compartir información, pero erandemasiado grandes y difíciles de manejar para ser realmente efectivas;conseguir que todo el mundo se sentara ya era una especie de calvario, y lagente tenía que hacer turnos para pasar entre las pesadas sillas de cuero ysentarse a la mesa. En una ciudad en la que la cercanía y el acceso alpresidente se tomaba como una medida de la influencia (la razón por la quelos empleados sénior codiciaban la estrecha Ala Oeste, mal iluminada, y
con unos despachos notoriamente plagados de ratones, en vez de lasespaciosas salas del edificio Eisenhower que quedaban al otro lado de lacalle) no pasó mucho tiempo hasta que algunos de los miembros delgabinete empezaron a sentirse poco apreciados, relegados a la periferia dela acción y sometidos a los antojos de otros empleados con frecuencia másjóvenes y menos experimentados de la Casa Blanca.Ninguna de aquellas cuestiones era única de mi presidencia, y es unmérito tanto de mi gabinete como de mi equipo que mantuvieran la atencióna medida que el entorno laboral se fue endureciendo. Con pocasexcepciones, evitamos las hostilidades abiertas y las filtraciones constantesque habían caracterizado a algunas de las administraciones previas.Conseguimos evitar cualquier escándalo. Al comienzo de miAdministración dejé claro que tenía tolerancia cero a los lapsus éticos yquienes tenían un problema con esa clase de cuestiones no se unieron anuestro equipo. Aun así, nombré a un viejo compañero de la Escuela deDerecho de Harvard, Norm Eisen, como consejero especial del presidentepara ética y reformas del Gobierno con la intención de que ayudara a todoel mundo —a mí incluido— a mantenerse firme. Alegre y puntilloso, conrasgos marcados, los ojos enormes y la mirada fija de fanático, Norm eraperfecto para el puesto; la clase de persona a la que deleita el bien ganadoapodo del «doctor No». Cuando en cierta ocasión le preguntaron a qué tipode congresos podían acudir los cargos de la Administración, su respuestafue breve y directa: «Si suena divertido, no puedes ir».Por otra parte, mantener alta la moral no era algo que pudiera delegar.Trataba de ser generoso en mis alabanzas y de medir mis críticas. En lasreuniones, pedía la opinión de todos, también de los miembros más jóvenesdel equipo. Las cosas pequeñas tenían importancia; me aseguraba de ser yoquien llevaba la tarta si era el cumpleaños de alguno de ellos, por ejemplo,o sacar tiempo para una llamada a los padres de alguien si era suaniversario. A veces, cuando tenía unos minutos libres, sencillamente mepaseaba entre los estrechos muros del Ala Oeste, asomando la cabeza porlas puertas de los despachos y preguntando a la gente por sus familias, o enqué estaban trabajando o si pensaban que había algo que pudiera hacersemejor.Irónicamente, un asunto de la gestión que me costó aprender más tiempodel que debía fue prestar mayor atención a las experiencias de las mujeres yla gente de color del equipo. Siempre había pensado que cuantas más
- Page 583 and 584: energética que tocase todos los pa
- Page 585 and 586: combustibles fósiles, algo que no
- Page 587 and 588: lo que entonces se consideró una t
- Page 589 and 590: Durante los dos años siguientes, l
- Page 591 and 592: Lo cual no significa que toda crít
- Page 593 and 594: Carol por el papel que el rescate a
- Page 595 and 596: apoyasen un proyecto de ley al que
- Page 597 and 598: apoyado durante la campaña como me
- Page 599 and 600: normalmente incontenible, parecía
- Page 601 and 602: cajón durante el resto de su presi
- Page 603 and 604: los demás proponentes amplio marge
- Page 605 and 606: cuanto a la necesidad de aprobar nu
- Page 607 and 608: «Con su crucial implicación, señ
- Page 609 and 610: contentaban con dejar que la confer
- Page 611 and 612: —Buena suerte, entonces —añadi
- Page 613 and 614: »Por descontado, puede que me equi
- Page 615 and 616: cuenta de que, a pesar de todo el p
- Page 617 and 618: 22Las rachas están en la naturalez
- Page 619 and 620: detención de la Bahía de Guantán
- Page 621 and 622: épica y la deshonestidad en los co
- Page 623 and 624: todo. Y tampoco lo van a saber los
- Page 625 and 626: estadounidense empezara a crecer de
- Page 627 and 628: embargo, Cameron se mantenía cerca
- Page 629 and 630: Una vez más nuestros colegas europ
- Page 631 and 632: Francia, a veces no solo rechazaron
- Page 633: afortunados que tenían pareja, se
- Page 637 and 638: gente prefería confiar en ellos. S
- Page 639 and 640: No era la primera vez que Valerie c
- Page 641 and 642: desaliento y me habitué entonces a
- Page 643 and 644: normal, como me hicieron recordar e
- Page 645 and 646: estrella modificando un arreglo con
- Page 647 and 648: Había momentos en que realmente se
- Page 649 and 650: lo que habíamos hecho por salvarlo
- Page 651 and 652: acusaciones de la izquierda frente
- Page 653 and 654: En junio de 2009, tras meses afinan
- Page 655 and 656: Tras haber firmado una legislación
- Page 657 and 658: las operaciones por venta propia te
- Page 659 and 660: supervisión para una agencia de la
- Page 661 and 662: mejoras introducidas por la ley seg
- Page 663 and 664: Solo uno de esos pozos, el Tíber,
- Page 665 and 666: encuestas, me había comprometido a
- Page 667 and 668: multiplicándose a toda velocidad,
- Page 669 and 670: un kilómetro y medio de profundida
- Page 671 and 672: defensor de las grandes compañías
- Page 673 and 674: antigua decana de la Escuela de Der
- Page 675 and 676: propio equipo, y preferían creer a
- Page 677 and 678: problemas políticos». Hasta Sasha
- Page 679 and 680: desastre que había tardado década
- Page 681 and 682: deberían hacer nada sin consultarl
- Page 683 and 684: de la comisión de vertidos de petr
económico para comunidades rurales en apuros. La secretaria de Empleo
Hilda Solis y su equipo se volcaron en facilitar que los trabajadores con
sueldos bajos recibieran una paga por sus horas extra. Mi viejo amigo Arne
Duncan, antiguo director de las escuelas de Chicago y ahora secretario de
Educación, lideró el intento de aumentar los estándares en las escuelas de
bajo rendimiento de todo el país, incluso cuando aquello despertó la ira de
los sindicatos de profesores (comprensiblemente recelosos de cualquier
cosa que implicara más pruebas estandarizadas) y los activistas
conservadores (que pensaban que cualquier esfuerzo por instituir un
currículo común era una trama de los liberales para adoctrinar a sus hijos).
A pesar de esos logros, la rutina diaria de dirigir una agencia federal no
siempre estaba a la altura del papel más glamuroso (consejero y confidente
del presidente, visitante asiduo de la Casa Blanca) que algunas personas del
gabinete habían pensado que tendría. Hubo una época en que presidentes
como Lincoln dependían casi exclusivamente de sus gabinetes para hacer
política; los empleados de la Casa Blanca manejaban poco más que las
necesidades personales del presidente y su correspondencia. Pero cuando el
Gobierno federal se expandió con la era moderna, los sucesivos presidentes
fueron centralizando cada vez más y más la toma de decisiones bajo un
mismo techo, acrecentando el número y la influencia del personal de la
Casa Blanca. Al mismo tiempo, los miembros del gabinete se fueron
especializando paulatinamente, consumidos por la tarea de dirigir unos
dominios cada vez más amplios y remotos en vez de estar dando charla al
presidente todo el día.
El traslado de poder se veía en mi agenda. Mientras gente como Rahm o
Jim Jones me veían casi a diario, solo Hillary, Tim y Gates tenían reuniones
fijas en el despacho Oval. Otros secretarios tenían que luchar para
conseguir entrar en mi agenda, a no ser que alguno de los asuntos de su
incumbencia se convirtiera en una prioridad de la Casa Blanca. Las
reuniones de todo el gabinete, que tratábamos de mantener una vez al
trimestre, daban a todos la oportunidad de compartir información, pero eran
demasiado grandes y difíciles de manejar para ser realmente efectivas;
conseguir que todo el mundo se sentara ya era una especie de calvario, y la
gente tenía que hacer turnos para pasar entre las pesadas sillas de cuero y
sentarse a la mesa. En una ciudad en la que la cercanía y el acceso al
presidente se tomaba como una medida de la influencia (la razón por la que
los empleados sénior codiciaban la estrecha Ala Oeste, mal iluminada, y