Una-tierra-prometida (1)
sino también en Irlanda, Portugal, España e Italia. Sin la influencianecesaria para forzar una solución permanente a los problemas subyacentesde Europa, Tim y yo nos tuvimos que conformar con haber desactivadotemporalmente otra bomba.En cuanto a los efectos de la crisis en la economía estadounidense, fueracual fuese el impulso que hubiésemos conseguido al comienzo del año todoconcluyó en un chirriante parón. Las noticias que llegaban de Greciahicieron que el mercado bursátil de Estados Unidos se pusiera bruscamentea la baja. Cayó también la confianza empresarial, tal y como anunciaban lossondeos mensuales, y las nuevas incertidumbres provocaron asimismo quelos gerentes prefirieran no llevar a cabo las inversiones planeadas. Losinformes sobre el empleo de junio regresaron al terreno negativo, ysiguieron así hasta el otoño.El «verano de la recuperación» acabó siendo un fiasco.El ambiente en la Casa Blanca cambió ese segundo año. No se trataba deque la gente diera su puesto por descontado; al fin y al cabo, todos los díaslas cosas nos recordaban lo privilegiados que éramos de tener un papel en lahistoria. Y, también por descontado, nadie se relajó en su esfuerzo. Tal vezpara alguien ajeno a las reuniones del equipo estas podrían haber parecidomás relajadas porque todos se habían acabado conociendo entre ellos yfamiliarizado con sus puestos y responsabilidades. Pero detrás de esacháchara casual, todo el mundo entendía los intereses implicados y lanecesidad que teníamos de ejecutar hasta las tareas más rutinarias con lospatrones más rigurosos. Nunca tuve que decirle a nadie en la Casa Blancacómo trabajar o que diera un poco más. Su propio temor a meter la pata —adecepcionarme a mí o a sus colegas o a los electores que contaban connosotros— hacía que la gente fuera mucho más allá de lo que habría podidoconseguir yo con cualquier exhortación.Todo el mundo estaba permanentemente falto de sueño. Rara vez vi quelos miembros sénior trabajaran menos de doce horas al día, y casi todosellos venían al menos en algún momento del fin de semana. A diferencia demí, no tardaban menos de un minuto a la oficina ni tenían una corte dechefs, ayudas de cámara, mayordomos y asistentes para hacer las compras,cocinar, hacer la limpieza o llevar a los niños a la escuela. Los empleadossolteros seguían solteros más tiempo de lo que les habría gustado y los
afortunados que tenían pareja, se apoyaban en exceso en ella generando eltipo de tensiones domésticas crónicas a las que Michelle y yo estábamos tanacostumbrados. No podían asistir a los partidos de fútbol ni a los recitalesde sus hijos y regresaban a casa demasiado tarde como para arropar a susbebés en la cuna. Rahm, Axe y algún otro que se habían opuesto a imponera sus familias el trastorno de un traslado a Washington, apenas veían a susesposas e hijos.Si alguien se quejaba de estas cosas, lo hacía en privado. Todos sabían alo que se exponían cuando entraban a trabajar en una Administración. Elequilibrio entre «vida y trabajo» no era parte del trato; y dada la peligrosasituación de la economía y del mundo, el volumen de trabajo que surgía adiario no parecía que fuese a reducirse pronto. Igual que los deportistas nohablan en el vestuario de cuánto les molestan sus lesiones, los miembros denuestro equipo de la Casa Blanca habían aprendido a aguantarse.Aun así, el efecto acumulativo del agotamiento —junto a un público cadavez más enfadado, una prensa poco empática, unos aliados desencantados yun partido de la oposición con la intención, y los medios para lograrlo, deconvertir todo lo que intentáramos en un trabajo interminable— habíaconseguido crispar los nervios y agriar el humor. Empecé a escuchar máscomentarios consternados ante los ocasionales estallidos de Rahm durantelas reuniones a primera hora de la mañana, acusaciones de que Larrycortaba en seco a la gente durante ciertas discusiones sobre políticaeconómica, rumores de que algunos se sentían estafados cuando Valerieaprovechaba su relación personal conmigo y Michelle para evitar ciertosprocedimientos de la Casa Blanca. Las tensiones afloraban entre losempleados más jóvenes de política exterior como Denis y Ben,acostumbrados a presentarme sus ideas de manera casual antes decanalizarlas a través de procesos formales, y mi asesor de seguridadnacional, Jim Jones, que venía de una cultura militar en la que la cadena demando era inviolable y se suponía que los subordinados sabían cuál era sulugar.Los miembros de mi gabinete tenían sus propias frustraciones. Mientrasque Hillary, Tom, Robert Gates y Eric Holder tenían la mayor parte de miatención por virtud de sus puestos, otros realizaban un trabajo másadministrativo sin muchos asideros. El secretario de Agricultura TimVilsack, el duro exgobernador de Iowa, empleó los dólares de la Ley deRecuperación para promover todo un conjunto de estrategias de desarrollo
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afortunados que tenían pareja, se apoyaban en exceso en ella generando el
tipo de tensiones domésticas crónicas a las que Michelle y yo estábamos tan
acostumbrados. No podían asistir a los partidos de fútbol ni a los recitales
de sus hijos y regresaban a casa demasiado tarde como para arropar a sus
bebés en la cuna. Rahm, Axe y algún otro que se habían opuesto a imponer
a sus familias el trastorno de un traslado a Washington, apenas veían a sus
esposas e hijos.
Si alguien se quejaba de estas cosas, lo hacía en privado. Todos sabían a
lo que se exponían cuando entraban a trabajar en una Administración. El
equilibrio entre «vida y trabajo» no era parte del trato; y dada la peligrosa
situación de la economía y del mundo, el volumen de trabajo que surgía a
diario no parecía que fuese a reducirse pronto. Igual que los deportistas no
hablan en el vestuario de cuánto les molestan sus lesiones, los miembros de
nuestro equipo de la Casa Blanca habían aprendido a aguantarse.
Aun así, el efecto acumulativo del agotamiento —junto a un público cada
vez más enfadado, una prensa poco empática, unos aliados desencantados y
un partido de la oposición con la intención, y los medios para lograrlo, de
convertir todo lo que intentáramos en un trabajo interminable— había
conseguido crispar los nervios y agriar el humor. Empecé a escuchar más
comentarios consternados ante los ocasionales estallidos de Rahm durante
las reuniones a primera hora de la mañana, acusaciones de que Larry
cortaba en seco a la gente durante ciertas discusiones sobre política
económica, rumores de que algunos se sentían estafados cuando Valerie
aprovechaba su relación personal conmigo y Michelle para evitar ciertos
procedimientos de la Casa Blanca. Las tensiones afloraban entre los
empleados más jóvenes de política exterior como Denis y Ben,
acostumbrados a presentarme sus ideas de manera casual antes de
canalizarlas a través de procesos formales, y mi asesor de seguridad
nacional, Jim Jones, que venía de una cultura militar en la que la cadena de
mando era inviolable y se suponía que los subordinados sabían cuál era su
lugar.
Los miembros de mi gabinete tenían sus propias frustraciones. Mientras
que Hillary, Tom, Robert Gates y Eric Holder tenían la mayor parte de mi
atención por virtud de sus puestos, otros realizaban un trabajo más
administrativo sin muchos asideros. El secretario de Agricultura Tim
Vilsack, el duro exgobernador de Iowa, empleó los dólares de la Ley de
Recuperación para promover todo un conjunto de estrategias de desarrollo