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Una-tierra-prometida (1)

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aunque tenía muy claro qué deberían hacer líderes políticos europeos como

Merkel y Sarkozy, sentía compasión por el lío político en el que estaban

metidos. Al fin y al cabo, a mí me había costado muchísimo convencer a los

votantes estadounidenses de que tenía sentido gastarse miles de millones de

dólares procedentes de los impuestos rescatando bancos y ayudando a

extraños a evitar ejecuciones de hipotecas o a afrontar la pérdida de empleo

en nuestro propio país. A Merkel y a Sarkozy, sin embargo, se les pedía que

convencieran a sus votantes de que tenía sentido rescatar a un puñado de

extranjeros.

Comprendí entonces que la crisis de la deuda griega era más un problema

geopolítico que uno de finanzas globales, uno que además ponía de

manifiesto las contradicciones no resueltas en el corazón de la marcha de

Europa hacia una integración más amplia. En aquellos embriagadores días

tras la caída del Muro de Berlín, en los años de la metódica reestructuración

que siguió, el proyecto de aquella grandiosa arquitectura —el mercado

común, el euro, el Parlamento europeo, y una burocracia fortalecida y

radicada en Bruselas para marcar la política en un amplio abanico de

asuntos legislativos— manifestaba un optimismo acerca de las

posibilidades de un continente verdaderamente unificado, purgado del

nacionalismo tóxico que había provocado siglos de conflictos sangrientos.

Hasta un grado considerable el experimento había funcionado: a cambio de

ceder algunos elementos de su soberanía, los estados miembro de la Unión

Europea habían disfrutado de una medida de paz y prosperidad generalizada

tal vez incomparable a la de ningún grupo humano a lo largo de la historia

de la humanidad.

Pero las identidades nacionales —las distinciones de lenguaje, cultura e

historia y los niveles de desarrollo económico— son hechos tenaces. Y a

medida que la crisis fue empeorando, todas aquellas diferencias que se

habían disimulado durante los buenos tiempos empezaron a salir a flote.

¿Hasta qué punto estaban dispuestos los ciudadanos de Europa más ricos,

los países más eficientes, a asumir las obligaciones de sus países vecinos o

ver redistribuidos sus impuestos fuera de sus fronteras? ¿Estarían dispuestos

los ciudadanos de los países en dificultades a aceptar sacrificios impuestos

por altos funcionarios extranjeros con los que no sentían ninguna afinidad y

sobre los que tenían poco o ningún poder? A medida que fue subiendo el

tono del debate sobre Grecia, las discusiones públicas en el seno de algunos

de los países fundadores de la Unión Europea, como Alemania, Holanda o

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