Una-tierra-prometida (1)
mejorado la vida de millones de personas? La política no tiene por qué serlo que la gente cree que es. Puede ser algo más.»Axe arqueó sus imponentes cejas y escudriñó mi rostro de arriba abajo.Debió de ser evidente que no solo estaba intentando convencerlo a él; meestaba convenciendo a mí mismo. Al cabo de pocas semanas me llamó paradecirme que, tras hablarlo con sus socios y con Susan, su mujer, habíadecidido aceptarme como cliente. Antes de que pudiese darle las gracias,añadió una condición.«Tu idealismo es conmovedor, Barack... Pero, salvo que recaudes cincomillones para difundirlo por televisión y que la gente te oiga, no tienesninguna posibilidad.»Tras esto, me sentí por fin preparado para tantear a Michelle. Ahoratrabajaba como directora ejecutiva de asuntos comunitarios del CentroMédico de la Universidad de Chicago, un puesto que le permitía másflexibilidad, aunque la seguía obligando a compaginar de mil maneras susaltas responsabilidades profesionales con las quedadas de las niñas parajugar y las recogidas en la escuela cada día. Así que me quedé un pocosorprendido cuando, en lugar de responder con un «¡Ni en sueños,Barack!», me propuso que lo hablásemos con algunos de nuestros amigosmás cercanos, como Marty Nesbitt, un empresario de éxito cuya mujer, ladoctora Anita Blanchard, había traído al mundo a nuestras dos hijas, yValerie Jarrett, una abogada brillante y bien relacionada que había sido lajefa de Michelle en el Departamento de Planificación del Ayuntamiento yque se había convertido en una especie de hermana mayor para ambos. Loque entonces yo no sabía era que Michelle ya había hablado con Marty yValerie y les había encomendado la tarea de disuadirme de mi disparate.Quedamos en el apartamento de Valerie en Hyde Park, y a lo largo de unprolongado brunch expliqué mi proceso mental, esbocé los posiblesescenarios hasta la nominación demócrata y respondí a preguntas sobre lasdiferencias entre esta campaña y la anterior. No traté de minimizar anteMichelle la cantidad de tiempo que pasaría fuera. Pero prometí que seríatodo o nada: si perdía, la política se habría acabado para nosotros.Cuando terminé de hablar, Valerie y Marty estaban convencidos, sin dudapara consternación de Michelle. Para ella no era una cuestión de estrategia:pensar en otra campaña le resultaba tan sugerente como una endodoncia.Además, lo que más le preocupaban eran las consecuencias para lasfinanzas familiares, que aún no se habían recuperado por completo de mi
anterior tentativa política. Me recordó que teníamos préstamosestudiantiles, una hipoteca y deudas de las tarjetas de crédito en que pensar.Aún no habíamos empezado a ahorrar para la universidad de nuestras hijasy, para colmo, para evitar conflictos de interés, tendría que dejar de ejercercomo abogado para poder presentarme al Senado, lo que reduciría aún másnuestros ingresos.—Si pierdes, estaremos aún más entrampados —dijo—. ¿Y qué pasa siganas? ¿Cómo vamos a mantener dos casas, en Washington y Chicago,cuando a duras penas conseguimos mantener una?Esto lo tenía previsto.—Si gano, amor —contesté—, tendrá repercusión nacional. Seré el únicoafroamericano en el Senado. Cuando sea más conocido, puedo escribir otrolibro y vender un montón de ejemplares, y eso cubrirá los gastosadicionales.Michelle soltó una risotada. Había ganado algún dinero con mi primerlibro, pero ni remotamente la cantidad que íbamos a necesitar para pagar losgastos en los que incurriríamos. Para mi mujer —y supongo que para lamayoría de la gente también— un libro aún no escrito no era un gran planfinanciero.—En otras palabras —dijo—, llevas unas habichuelas mágicas en elbolsillo. Eso es lo que me estás contando. Tienes unas habichuelas mágicas,las vas a sembrar, y de la noche a la mañana crecerá una mata que llegaráhasta el cielo, treparás por ella, matarás al gigante que vive en las nubes ytraerás de vuelta a casa una gallina que pone huevos de oro. ¿Es eso?—Algo así —respondí.Michelle sacudió la cabeza y miró por la ventana. Ambos sabíamos loque yo estaba pidiendo. Otro terremoto. Otra apuesta. Otro paso en ladirección de algo que quería pero ella realmente no.—Hasta aquí, Barack —dijo Michelle—. Una última vez. Pero noesperes que participe ni mínimamente en la campaña. De hecho, ni siquieradeberías dar mi voto por descontado.De niño, había visto varias veces cómo mi abuelo intentaba vender porteléfono pólizas de seguro de vida, cómo se reflejaba la desdicha en surostro cuando, por la noche, se ponía a llamar a perfectos desconocidosdesde nuestro piso en la décima planta de un edificio de apartamentos.
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anterior tentativa política. Me recordó que teníamos préstamos
estudiantiles, una hipoteca y deudas de las tarjetas de crédito en que pensar.
Aún no habíamos empezado a ahorrar para la universidad de nuestras hijas
y, para colmo, para evitar conflictos de interés, tendría que dejar de ejercer
como abogado para poder presentarme al Senado, lo que reduciría aún más
nuestros ingresos.
—Si pierdes, estaremos aún más entrampados —dijo—. ¿Y qué pasa si
ganas? ¿Cómo vamos a mantener dos casas, en Washington y Chicago,
cuando a duras penas conseguimos mantener una?
Esto lo tenía previsto.
—Si gano, amor —contesté—, tendrá repercusión nacional. Seré el único
afroamericano en el Senado. Cuando sea más conocido, puedo escribir otro
libro y vender un montón de ejemplares, y eso cubrirá los gastos
adicionales.
Michelle soltó una risotada. Había ganado algún dinero con mi primer
libro, pero ni remotamente la cantidad que íbamos a necesitar para pagar los
gastos en los que incurriríamos. Para mi mujer —y supongo que para la
mayoría de la gente también— un libro aún no escrito no era un gran plan
financiero.
—En otras palabras —dijo—, llevas unas habichuelas mágicas en el
bolsillo. Eso es lo que me estás contando. Tienes unas habichuelas mágicas,
las vas a sembrar, y de la noche a la mañana crecerá una mata que llegará
hasta el cielo, treparás por ella, matarás al gigante que vive en las nubes y
traerás de vuelta a casa una gallina que pone huevos de oro. ¿Es eso?
—Algo así —respondí.
Michelle sacudió la cabeza y miró por la ventana. Ambos sabíamos lo
que yo estaba pidiendo. Otro terremoto. Otra apuesta. Otro paso en la
dirección de algo que quería pero ella realmente no.
—Hasta aquí, Barack —dijo Michelle—. Una última vez. Pero no
esperes que participe ni mínimamente en la campaña. De hecho, ni siquiera
deberías dar mi voto por descontado.
De niño, había visto varias veces cómo mi abuelo intentaba vender por
teléfono pólizas de seguro de vida, cómo se reflejaba la desdicha en su
rostro cuando, por la noche, se ponía a llamar a perfectos desconocidos
desde nuestro piso en la décima planta de un edificio de apartamentos.