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Una-tierra-prometida (1)

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Una vez más nuestros colegas europeos tenían otra opinión. Según los

alemanes, los holandeses y otros socios de la eurozona, los griegos habían

generado sus propios problemas provocados por un Gobierno chapucero y

su costumbre de dilapidar el dinero. Aunque Merkel me aseguró que no

harían «un Lehman» y dejarían que Grecia entrara en suspensión de pagos,

tanto ella como su ministro de Finanzas y defensor de la austeridad,

Wolfgang Schäuble, parecían decididos a condicionar cualquier tipo de

ayuda a una penitencia adecuada, a pesar de nuestras advertencias de que

apretar aún más a una ya demasiado baqueteada economía griega sería

contraproducente. El deseo de aplicar algo de aquella justicia del Antiguo

Testamento y evitar riesgos morales se vio reflejado en esa oferta inicial de

Europa: un préstamo de hasta veinticinco mil millones de euros, suficiente

solo para cubrir un par de meses de la deuda de Grecia, supeditado a que el

nuevo Gobierno ejecutara severos recortes en las pensiones de los

trabajadores, aumentara los impuestos y congelara los salarios del sector

público. Como el Gobierno griego no tenía intención de suicidarse

políticamente, respondió un «no, gracias», sobre todo después de que los

votantes reaccionaran ante las noticias de la propuesta europea con

disturbios y huelgas por todo el país.

El diseño inicial del cortafuegos europeo no fue mucho mejor. La cifra

propuesta al principio por las autoridades de la eurozona para capitalizar el

fondo de préstamo —cincuenta mil millones— era tristemente inadecuada.

Durante una llamada a sus compañeros ministros de Finanzas, Tim tuvo que

explicar que, para que fuera eficaz, el fondo tenía que ser al menos diez

veces mayor. Los funcionarios de la eurozona insistían también en que, para

tener acceso al fondo, el tenedor de bonos del país miembro tenía que

someterse a un obligatorio «recorte»; por decirlo de otro modo, tenía que

aceptar cierto porcentaje de las pérdidas de lo que debía. El espíritu tras la

cláusula del recorte obligatorio era perfectamente comprensible; al fin y al

cabo, los intereses que los prestamistas cargaban en el préstamo se suponía

que iban a aumentar el riesgo de que el prestatario se declarara en

suspensión de pagos. Pero por una cuestión práctica, cualquier recorte haría

que el capital privado estuviera menos dispuesto a dar dinero a países

sobrecargados de deudas como Irlanda e Italia, lo que acababa con el

mismo sentido del cortafuegos.

Todo aquel asunto me parecía una repetición doblada a otros idiomas de

los debates que habíamos tenido en casa tras la crisis de Wall Street. Y

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