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Una-tierra-prometida (1)

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todo. Y tampoco lo van a saber los votantes si no está dispuesto a

contárselo.»

Axe, que supervisaba nuestro equipo de comunicaciones, se enfureció

cuando le comenté mi conversación con la presidenta de la Cámara. «Quizá

Nancy nos pueda decir también cómo darle la vuelta a un 10 por ciento de

tasa de desempleo», dijo indignado. Me recordó que me había presentado

con la promesa de cambiar Washington, no con la de implicarme en la

habitual batalla partidista. «Podemos liarnos a golpes con los republicanos

tanto como queramos —exclamó—, pero vamos a seguir haciendo agua

hasta que al menos podamos decir a los votantes: “No hay duda de que las

cosas son terribles, pero podrían haber sido peores”.»

No le faltaba razón; dada la situación en la que se encontraba la

economía, había ciertos límites en lo que podía lograr un mensaje

estratégico. Habíamos sido conscientes desde el principio de que la política

durante la recesión iba a ser dura. Pero Nancy también tenía razón al ser

crítica. Al final yo era el que me había enorgullecido de no dejar que se

inmiscuyeran políticas cortoplacistas en nuestra respuesta a la crisis

económica, como si las leyes de la gravedad política no me afectaran a mí.

Cuando Tim manifestó su preocupación de que una retórica demasiado dura

dirigida a Wall Street podría disuadir a los inversores privados de

recapitalizar los bancos y, por lo tanto, prolongar la crisis financiera, yo

estuve de acuerdo en bajar el tono, a pesar de las objeciones de Axe y

Gibbs. Ahora, una parte considerable del país pensaba que me preocupaban

más los bancos que los ciudadanos. Cuando Larry sugirió que pagáramos

los recortes de impuestos a la clase media con la Ley de Recuperación en

pequeños incrementos bisemanales en vez de en un solo pago, porque una

investigación demostraba que de ese modo la gente estaría más dispuesta a

gastar dinero y le daría un empujón a la economía, yo dije: «¡Genial,

hagámoslo!», aunque Rahm me había advertido de que nadie se daría

cuenta de ese pequeño incremento en cada sueldo. Ninguna encuesta

demostraba que la mayoría de los estadounidenses creyera que yo había

bajado más que aumentado sus impuestos (todo para pagar los rescates

bancarios, el paquete de estímulos y la sanidad pública).

Roosevelt jamás habría cometido esos errores, pensé. Él entendió que

sacar a Estados Unidos de la Gran Depresión no consistía tanto en que

salieran adelante a la perfección todas las políticas del New Deal, sino en

proyectar confianza en el esfuerzo general, dando la sensación al pueblo de

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