Una-tierra-prometida (1)

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07.09.2022 Views

«estímulo» no era más que otra forma de llamar a un gasto descontrolado delos fondos estatales y más rescates a empresas bien conectadas. Acusaban ala Ley de Recuperación de haber disparado el déficit federal que habíamosheredado de la Administración Bush y defendían —en la medida en que semolestaban en ofrecer políticas alternativas— que la mejor manera dearreglar la economía era que el Gobierno recortara su presupuesto y pusierala política fiscal en orden, del mismo modo que las familias en apuros detodo el país se estaban «apretando el cinturón».Con todo esto, a comienzos de 2010, los sondeos mostraban que muchosmás estadounidenses estaban contra mi política económica que a favor; unaluz roja que ayudaba a explicar no solo la pérdida del escaño de TedKennedy en Massachusetts, sino también las pérdidas demócratas encampañas para la gobernación fuera de año de elecciones en New Jersey yen Virginia, estados en los que yo había ganado holgadamente doce mesesantes. Según Axe, los votantes en grupos de discusión no eran capaces dedistinguir entre el TARP (que era lo que yo había heredado) y el estímulo,lo único que sabían era que las personas con contactos se estaban saliendocon la suya mientras que a ellos los estaban machacando. Pensaban tambiénque las peticiones republicanas de recortar los fondos como respuesta a lacrisis —a la «austeridad», como le gustaba llamarla a los economistas—tenían más sentido de forma intuitiva que nuestro empuje keynesiano poraumentar el gasto público. Los demócratas del Congreso que pertenecían adistritos en disputa, empezaron a inquietarse sobre sus posibilidades dereelección y a distanciarse de la Ley de Recuperación, también a evitar lapalabra «estímulo». Los más a la izquierda estaban ahora enfadados por lafalta de opción pública en el proyecto de ley sanitario, y renovaron susquejas de que el estímulo no había sido lo bastante grande y que Tim yLarry habían sido demasiado amables con Wall Street. Hasta Nancy Pelosiy Harry Reid empezaron a cuestionar la estrategia de comunicación de laCasa Blanca, sobre todo nuestra inclinación a denunciar un «excesivopartidismo» y unos «intereses especiales» en Washington en vez de atacarmás a los republicanos.«Señor presidente —me dijo Nancy en una llamada en cierta ocasión—,le he dicho a mi equipo que lo que ha logrado hacer usted en un tiempo tanbreve es algo histórico. Estoy realmente orgullosa. Pero en este momento lagente no sabe lo que ha logrado. No se dan cuenta de lo espantosamentemal que se están comportando los republicanos, tratando de bloquearle en

todo. Y tampoco lo van a saber los votantes si no está dispuesto acontárselo.»Axe, que supervisaba nuestro equipo de comunicaciones, se enfureciócuando le comenté mi conversación con la presidenta de la Cámara. «QuizáNancy nos pueda decir también cómo darle la vuelta a un 10 por ciento detasa de desempleo», dijo indignado. Me recordó que me había presentadocon la promesa de cambiar Washington, no con la de implicarme en lahabitual batalla partidista. «Podemos liarnos a golpes con los republicanostanto como queramos —exclamó—, pero vamos a seguir haciendo aguahasta que al menos podamos decir a los votantes: “No hay duda de que lascosas son terribles, pero podrían haber sido peores”.»No le faltaba razón; dada la situación en la que se encontraba laeconomía, había ciertos límites en lo que podía lograr un mensajeestratégico. Habíamos sido conscientes desde el principio de que la políticadurante la recesión iba a ser dura. Pero Nancy también tenía razón al sercrítica. Al final yo era el que me había enorgullecido de no dejar que seinmiscuyeran políticas cortoplacistas en nuestra respuesta a la crisiseconómica, como si las leyes de la gravedad política no me afectaran a mí.Cuando Tim manifestó su preocupación de que una retórica demasiado duradirigida a Wall Street podría disuadir a los inversores privados derecapitalizar los bancos y, por lo tanto, prolongar la crisis financiera, yoestuve de acuerdo en bajar el tono, a pesar de las objeciones de Axe yGibbs. Ahora, una parte considerable del país pensaba que me preocupabanmás los bancos que los ciudadanos. Cuando Larry sugirió que pagáramoslos recortes de impuestos a la clase media con la Ley de Recuperación enpequeños incrementos bisemanales en vez de en un solo pago, porque unainvestigación demostraba que de ese modo la gente estaría más dispuesta agastar dinero y le daría un empujón a la economía, yo dije: «¡Genial,hagámoslo!», aunque Rahm me había advertido de que nadie se daríacuenta de ese pequeño incremento en cada sueldo. Ninguna encuestademostraba que la mayoría de los estadounidenses creyera que yo habíabajado más que aumentado sus impuestos (todo para pagar los rescatesbancarios, el paquete de estímulos y la sanidad pública).Roosevelt jamás habría cometido esos errores, pensé. Él entendió quesacar a Estados Unidos de la Gran Depresión no consistía tanto en quesalieran adelante a la perfección todas las políticas del New Deal, sino enproyectar confianza en el esfuerzo general, dando la sensación al pueblo de

«estímulo» no era más que otra forma de llamar a un gasto descontrolado de

los fondos estatales y más rescates a empresas bien conectadas. Acusaban a

la Ley de Recuperación de haber disparado el déficit federal que habíamos

heredado de la Administración Bush y defendían —en la medida en que se

molestaban en ofrecer políticas alternativas— que la mejor manera de

arreglar la economía era que el Gobierno recortara su presupuesto y pusiera

la política fiscal en orden, del mismo modo que las familias en apuros de

todo el país se estaban «apretando el cinturón».

Con todo esto, a comienzos de 2010, los sondeos mostraban que muchos

más estadounidenses estaban contra mi política económica que a favor; una

luz roja que ayudaba a explicar no solo la pérdida del escaño de Ted

Kennedy en Massachusetts, sino también las pérdidas demócratas en

campañas para la gobernación fuera de año de elecciones en New Jersey y

en Virginia, estados en los que yo había ganado holgadamente doce meses

antes. Según Axe, los votantes en grupos de discusión no eran capaces de

distinguir entre el TARP (que era lo que yo había heredado) y el estímulo,

lo único que sabían era que las personas con contactos se estaban saliendo

con la suya mientras que a ellos los estaban machacando. Pensaban también

que las peticiones republicanas de recortar los fondos como respuesta a la

crisis —a la «austeridad», como le gustaba llamarla a los economistas—

tenían más sentido de forma intuitiva que nuestro empuje keynesiano por

aumentar el gasto público. Los demócratas del Congreso que pertenecían a

distritos en disputa, empezaron a inquietarse sobre sus posibilidades de

reelección y a distanciarse de la Ley de Recuperación, también a evitar la

palabra «estímulo». Los más a la izquierda estaban ahora enfadados por la

falta de opción pública en el proyecto de ley sanitario, y renovaron sus

quejas de que el estímulo no había sido lo bastante grande y que Tim y

Larry habían sido demasiado amables con Wall Street. Hasta Nancy Pelosi

y Harry Reid empezaron a cuestionar la estrategia de comunicación de la

Casa Blanca, sobre todo nuestra inclinación a denunciar un «excesivo

partidismo» y unos «intereses especiales» en Washington en vez de atacar

más a los republicanos.

«Señor presidente —me dijo Nancy en una llamada en cierta ocasión—,

le he dicho a mi equipo que lo que ha logrado hacer usted en un tiempo tan

breve es algo histórico. Estoy realmente orgullosa. Pero en este momento la

gente no sabe lo que ha logrado. No se dan cuenta de lo espantosamente

mal que se están comportando los republicanos, tratando de bloquearle en

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