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Una-tierra-prometida (1)

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Larry Summers había advertido ya que el desempleo era un «indicador

con retraso»: las compañías por lo general no empezaban a despedir

empleados hasta después de varios meses en recesión y no volvían a

contratar hasta mucho más tarde de que la recesión terminara. En efecto,

aunque el ritmo de destrucción de empleo se redujo gradualmente a lo largo

de 2009, el número de desempleados siguió creciendo. La tasa de

desempleo no llegó a su punto máximo hasta octubre, con el 10 por ciento,

la más alta desde comienzos de 1980. Las noticias eran tan terriblemente

malas que me descubría con un nudo en el estómago el primer jueves de

cada mes, cuando el Departamento de Trabajo enviaba a la Casa Blanca su

avance sobre el informe laboral. Katie aseguraba que por lo general podía

anticipar el contenido del informe por la expresión corporal de mi equipo

económico: si evitaban mi mirada, me dijo, o hablaban en voz baja, o

sencillamente le dejaban el sobre de papel manila para que ella me lo diera

en vez de esperar para dármelo en persona, sabía que aquel mes el informe

era malo.

Si los estadounidenses estaban comprensiblemente frustrados con el

ritmo glacial de la recuperación, el rescate de los bancos los puso al borde

del precipicio. ¡Dios, cómo odiaba la gente el TARP! No les importaba que

el programa de emergencia hubiese funcionado mejor de lo esperado, o que

más de la mitad del dinero que se había dado a los bancos ya se hubiese

devuelto con intereses, o que la economía en términos generales no pudiera

empezar a reponerse hasta que los mercados financieros funcionaran de

nuevo. En todo el espectro político, los votantes consideraban el rescate a

los bancos un fraude que había permitido a los señores de las finanzas salir

de la crisis relativamente ilesos.

A Tim Geithner le gustaba señalar que eso no era del todo cierto. Hacía

una lista de todas las cuestiones en las que Wall Street había pagado por sus

pecados: los bancos de inversión que habían desaparecido, los directores

ejecutivos expulsados, las participaciones diluidas, las pérdidas de miles de

millones de dólares. Asimismo, los abogados del fiscal general de Estados

Unidos en el Departamento de Justicia no iban a tardar en conseguir

inmensas indemnizaciones de instituciones financieras que habían roto la

ley. Con todo, no había forma de eludir el hecho de que muchas de las

personas más culpables de los infortunios económicos de la nación seguían

siendo extraordinariamente ricas; que habían evitado las acusaciones sobre

todo porque tal y como estaba redactada la ley parecía que una temeridad

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