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Una-tierra-prometida (1)

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más crítica, tanto en asuntos significativos (como mi decisión de mandar

más tropas a Afganistán) como extraños (el asunto de los Salahi, un par de

trepas sociales de Washington que se colaron en una cena de Estado y se

hicieron una foto conmigo).

Y tampoco es que nuestros problemas nos dieran respiro por vacaciones.

El día de Navidad, un joven nigeriano llamado Umar Farouk Abdulmutallab

abordó un vuelo de Northwest Airlines e intentó detonar materiales

explosivos que se había cosido bajo los calzoncillos. No ocurrió una

tragedia solo porque el artilugio no funcionó: de repente debajo de la manta

del terrorista salían llamas y humo, y gracias a que un pasajero consiguió

reducirle y las azafatas apagaron las llamas, el avión pudo aterrizar con

seguridad. Yo acababa de llegar a Hawái con Michelle y las niñas para unas

ansiadas vacaciones de diez días y me pasé la mayor parte de los siguientes

tres días al teléfono con mi equipo de seguridad y el FBI, tratando de

averiguar quién era exactamente Abdulmutallab, con quién había estado

trabajando y cómo tanto la seguridad del aeropuerto como nuestro sistema

de reconocimiento de terroristas más buscados no había impedido que se

subiera a un avión estadounidense.

Lo que no hice durante aquellas primeras setenta y dos horas, sin

embargo, fue seguir mi instinto inicial: salir en televisión y explicar al

pueblo estadounidense lo que había ocurrido y asegurarles que era seguro

volar. Mi equipo me había dado una razón delicada para esperar: era

importante, dijeron, que el presidente tuviera todos los datos antes de hacer

una declaración pública. Pero mi trabajo implicaba algo más que gestionar

el Gobierno o tener todos los datos. La gente también esperaba que el

presidente les explicara un mundo difícil y con frecuencia temible. Más que

resultar prudente, mi ausencia en las pantallas me hizo parecer poco

comprometido y no tardamos en ver cómo se abría fuego desde todo el

espectro político, con comentaristas poco comedidos diciendo que me

preocupaban más mis vacaciones en el trópico que las amenazas contra mi

nación. No ayudó que mi habitualmente imperturbable secretaria de

Seguridad Interior, Janet Napolitano, tuviera un pequeño tropezón en una de

sus entrevistas en la televisión al responder a la pregunta de en qué lugar se

había roto la seguridad con un «el sistema funcionó».

Nuestra mala gestión del llamado «terrorista de los calzoncillos» hizo

que los republicanos acusaran a los demócratas de ser blandos contra el

terrorismo, y que fuese débil en asuntos como el cierre del centro militar de

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