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Una-tierra-prometida (1)

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con los delegados de otros países clave para que contribuyeran a ampliar el

consenso. Hice una breve declaración ante la prensa en la que anuncié el

acuerdo transitorio, tras la cual reunimos a nuestra comitiva y salimos

pitando hacia el aeropuerto.

Llegamos con diez minutos de margen respecto a nuestra hora límite para

despegar.

En el vuelo de vuelta reinaba un animado alboroto mientras los miembros

del equipo repasaban las aventuras del día para poner al tanto a quienes no

habían estado presentes. Reggie, que llevaba conmigo el tiempo suficiente

para que ya nada lo impresionase demasiado, exhibía una amplia sonrisa

cuando asomó la cabeza en mi camarote, donde yo estaba leyendo una pila

de informes.

«Jefe, tengo que decir que lo que ha hecho ha sido muy macarra.»

La verdad es que me sentía muy bien. En el mayor escenario posible, en

una cuestión importante y contrarreloj, me había sacado un conejo de la

chistera. Es verdad que la prensa recibió el acuerdo transitorio con división

de opiniones, pero habida cuenta del caos de la conferencia y de la

obstinación de los chinos, yo seguía viéndolo como una victoria, un paso

intermedio que nos ayudaría a que el Senado aprobase nuestro proyecto de

ley sobre cambio climático. Pero lo más importante era que habíamos

logrado que China e India aceptasen —con todas las reticencias y reparos

que se quieran— la idea de que todos los países, no solo los occidentales,

tenían la responsabilidad de contribuir a detener el cambio climático. Siete

años después, ese principio básico resultaría fundamental para alcanzar el

revolucionario Acuerdo de París.

Aun así, mientras miraba por la ventana desde mi escritorio y veía cómo

la oscuridad se quebraba cada pocos segundos por el destello de la luz en la

punta del ala derecha del avión, me asaltaron pensamientos que me hicieron

bajar rápidamente a tierra. Repasé todo lo que habíamos tenido que hacer

para conseguir ese acuerdo: las incontables horas de trabajo de un equipo

dotado y entregado; las negociaciones entre bastidores y el cobro de

favores; las promesas de ayuda; y, al final, esa intervención en el último

minuto, basada tanto en mi bravuconería improvisada como en un conjunto

de argumentos racionales. Todo eso para un acuerdo transitorio que, incluso

si funcionaba exactamente como estaba previsto, sería en el mejor de los

casos un paso preliminar e intermedio hacia la resolución de una posible

tragedia planetaria, un cubo de agua contra un incendio desatado. Me di

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