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Una-tierra-prometida (1)

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»Por descontado, puede que me equivoque —proseguí—. Quizá puedan

convencer a todo el mundo de que la culpa es nuestra. Pero eso no impedirá

que el planeta siga calentándose. Y, recuerden, yo tengo mi propio

megáfono, y es bastante potente. Si salgo de esta habitación sin un acuerdo,

mi primera parada será el vestíbulo, donde toda la prensa internacional está

esperando noticias. Y les contaré que estaba dispuesto a comprometerme a

una gran reducción de nuestros gases de efecto invernadero y ofrecer a

miles de millones adicionales en ayudas, y que cada uno de ustedes decidió

que era mejor no hacer nada. Lo mismo les diré a todos los países pobres

que se beneficiarían de ese dinero. Y a todas esas personas en sus propios

países que, se espera, sean quienes más sufran debido al cambio climático.

Y veremos a quién creen.

Una vez que los intérpretes terminaron de transmitir mi mensaje, el

ministro chino de Medioambiente, un hombre fornido, de cara redonda y

con gafas, se puso en pie y empezó a hablar en mandarín, elevando la voz y

gesticulando en mi dirección, con el rostro enrojecido por la indignación.

Así siguió un par de minutos, sin que el resto de los presentes tuviésemos

muy claro qué pasaba, hasta que el primer ministro Wen levantó una mano

fina y venosa y el ministro se sentó de forma abrupta. Reprimí las ganas de

reír y miré a la joven china que hacía de intérprete para Wen.

—¿Qué ha dicho mi amigo? —pregunté. Antes de que pudiera

responderme, Wen movió la cabeza y murmuró algo. La intérprete asintió y

se volvió hacia mí.

—El primer ministro Wen dice que lo que el ministro de Medioambiente

ha dicho no tiene importancia —explicó—. Y pregunta si tiene usted aquí el

acuerdo que propone, para que todos puedan volver a revisar la redacción

concreta.

Hizo falta otra media hora de tira y afloja, con los otros líderes y sus

ministros mirando por encima de mi hombro y el de Hillary mientras yo

subrayaba a bolígrafo algunas de las frases del arrugado documento que

había llevado en el bolsillo, pero cuando salí de la sala el grupo había

aceptado nuestra propuesta. Volví corriendo al piso de abajo, y dediqué

otros treinta minutos a conseguir que los europeos aceptasen los ligeros

cambios que los líderes de los países en desarrollo habían pedido. La nueva

redacción se imprimió y se distribuyó a toda prisa. Hillary y Todd hablaron

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