Una-tierra-prometida (1)

eimy.yuli.bautista.cruz
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07.09.2022 Views

yo atravesamos su posición y entramos en la sala, dejando tras de nosotrosun ruidoso forcejeo entre los agentes de seguridad y el personal que nosseguía.«¿Tienes un momento para mí, Wen?», dije en voz alta, mientras veíacómo el líder chino se quedaba boquiabierto por la sorpresa. Acontinuación, recorrí la mesa dándole la mano a cada uno de ellos.«¡Caballeros! Los he estado buscando por todas partes. ¿Qué tal siintentamos llegar a un acuerdo?»Antes de que nadie pudiese negarse, tomé una silla vacía y me senté. Alotro lado de la mesa, Wen y Singh permanecieron impasibles, mientras queLula y Zuma, avergonzados, bajaron la mirada hacia los papeles que teníandelante. Les expliqué que acababa de reunirme con los europeos y queestaban dispuestos a aceptar el acuerdo transitorio que proponíamos si elgrupo presente respaldaba incluir alguna disposición que garantizase lacreación de algún mecanismo que verificase de forma independiente que lospaíses estaban cumpliendo sus compromisos de reducción de gases deefecto invernadero. Uno a uno, los otros líderes explicaron por qué nuestrapropuesta era inaceptable: Kioto funcionaba perfectamente; Occidente eraresponsable del calentamiento global y ahora esperaba que los países máspobres ralentizasen su desarrollo para resolver el problema; nuestro planinfringiría el principio de «responsabilidades comunes pero diferenciadas»;el mecanismo de verificación que proponíamos violaría su soberaníanacional. Después de una media hora de toma y daca, me recosté en la sillay miré directamente al primer ministro Wen.—Señor primer ministro, se nos acaba el tiempo —dije—, así quepermítame que vaya al grano. Imagino que, antes de que yo entrase en estasala, el plan era que todos ustedes se fuesen de aquí y anunciasen queEstados Unidos era responsable del fracaso a la hora de alcanzar un nuevoacuerdo. Creen que si se resisten durante un tiempo suficientemente largo,los europeos desistirán y firmarán otro tratado del estilo del de Kioto. Loque ocurre es que yo les he explicado con toda claridad que no puedo hacerque nuestro Congreso ratifique el tratado que ustedes quieren. Y no hayninguna garantía de que los votantes europeos, canadienses o japonesesvayan a estar dispuestos a seguir colocando a sus industrias en situación dedesventaja competitiva y a seguir dando dinero para ayudar a los paísespobres a lidiar con el cambio climático mientras los mayores emisores delplaneta se desentienden de la situación.

»Por descontado, puede que me equivoque —proseguí—. Quizá puedanconvencer a todo el mundo de que la culpa es nuestra. Pero eso no impediráque el planeta siga calentándose. Y, recuerden, yo tengo mi propiomegáfono, y es bastante potente. Si salgo de esta habitación sin un acuerdo,mi primera parada será el vestíbulo, donde toda la prensa internacional estáesperando noticias. Y les contaré que estaba dispuesto a comprometerme auna gran reducción de nuestros gases de efecto invernadero y ofrecer amiles de millones adicionales en ayudas, y que cada uno de ustedes decidióque era mejor no hacer nada. Lo mismo les diré a todos los países pobresque se beneficiarían de ese dinero. Y a todas esas personas en sus propiospaíses que, se espera, sean quienes más sufran debido al cambio climático.Y veremos a quién creen.Una vez que los intérpretes terminaron de transmitir mi mensaje, elministro chino de Medioambiente, un hombre fornido, de cara redonda ycon gafas, se puso en pie y empezó a hablar en mandarín, elevando la voz ygesticulando en mi dirección, con el rostro enrojecido por la indignación.Así siguió un par de minutos, sin que el resto de los presentes tuviésemosmuy claro qué pasaba, hasta que el primer ministro Wen levantó una manofina y venosa y el ministro se sentó de forma abrupta. Reprimí las ganas dereír y miré a la joven china que hacía de intérprete para Wen.—¿Qué ha dicho mi amigo? —pregunté. Antes de que pudieraresponderme, Wen movió la cabeza y murmuró algo. La intérprete asintió yse volvió hacia mí.—El primer ministro Wen dice que lo que el ministro de Medioambienteha dicho no tiene importancia —explicó—. Y pregunta si tiene usted aquí elacuerdo que propone, para que todos puedan volver a revisar la redacciónconcreta.Hizo falta otra media hora de tira y afloja, con los otros líderes y susministros mirando por encima de mi hombro y el de Hillary mientras yosubrayaba a bolígrafo algunas de las frases del arrugado documento quehabía llevado en el bolsillo, pero cuando salí de la sala el grupo habíaaceptado nuestra propuesta. Volví corriendo al piso de abajo, y dediquéotros treinta minutos a conseguir que los europeos aceptasen los ligeroscambios que los líderes de los países en desarrollo habían pedido. La nuevaredacción se imprimió y se distribuyó a toda prisa. Hillary y Todd hablaron

yo atravesamos su posición y entramos en la sala, dejando tras de nosotros

un ruidoso forcejeo entre los agentes de seguridad y el personal que nos

seguía.

«¿Tienes un momento para mí, Wen?», dije en voz alta, mientras veía

cómo el líder chino se quedaba boquiabierto por la sorpresa. A

continuación, recorrí la mesa dándole la mano a cada uno de ellos.

«¡Caballeros! Los he estado buscando por todas partes. ¿Qué tal si

intentamos llegar a un acuerdo?»

Antes de que nadie pudiese negarse, tomé una silla vacía y me senté. Al

otro lado de la mesa, Wen y Singh permanecieron impasibles, mientras que

Lula y Zuma, avergonzados, bajaron la mirada hacia los papeles que tenían

delante. Les expliqué que acababa de reunirme con los europeos y que

estaban dispuestos a aceptar el acuerdo transitorio que proponíamos si el

grupo presente respaldaba incluir alguna disposición que garantizase la

creación de algún mecanismo que verificase de forma independiente que los

países estaban cumpliendo sus compromisos de reducción de gases de

efecto invernadero. Uno a uno, los otros líderes explicaron por qué nuestra

propuesta era inaceptable: Kioto funcionaba perfectamente; Occidente era

responsable del calentamiento global y ahora esperaba que los países más

pobres ralentizasen su desarrollo para resolver el problema; nuestro plan

infringiría el principio de «responsabilidades comunes pero diferenciadas»;

el mecanismo de verificación que proponíamos violaría su soberanía

nacional. Después de una media hora de toma y daca, me recosté en la silla

y miré directamente al primer ministro Wen.

—Señor primer ministro, se nos acaba el tiempo —dije—, así que

permítame que vaya al grano. Imagino que, antes de que yo entrase en esta

sala, el plan era que todos ustedes se fuesen de aquí y anunciasen que

Estados Unidos era responsable del fracaso a la hora de alcanzar un nuevo

acuerdo. Creen que si se resisten durante un tiempo suficientemente largo,

los europeos desistirán y firmarán otro tratado del estilo del de Kioto. Lo

que ocurre es que yo les he explicado con toda claridad que no puedo hacer

que nuestro Congreso ratifique el tratado que ustedes quieren. Y no hay

ninguna garantía de que los votantes europeos, canadienses o japoneses

vayan a estar dispuestos a seguir colocando a sus industrias en situación de

desventaja competitiva y a seguir dando dinero para ayudar a los países

pobres a lidiar con el cambio climático mientras los mayores emisores del

planeta se desentienden de la situación.

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