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Una-tierra-prometida (1)

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abarrotados de personas que estiraban el cuello y tomaban fotos. Aparte de

mí, el actor más importante presente allí ese día era el primer ministro chino

Wen Jiabao. Había acudido acompañado de una delegación gigantesca. Su

equipo se había mostrado hasta entonces inflexible y categórico en las

reuniones, y había negado que China fuese a aceptar cualquier forma de

supervisión internacional de sus emisiones, seguro de que, gracias a su

alianza con Brasil, India y Sudáfrica, contaba con los votos suficientes para

bloquear cualquier acuerdo. En mi encuentro bilateral cara a cara con Wen,

rechacé sus argumentos y le advertí que, aunque China entendiese que

evitar cualquier obligación de transparencia era una victoria a corto plazo,

acabaría siendo un desastre a largo plazo para el planeta. Acordamos seguir

hablando a lo largo del día.

Era un avance, aunque mínimo. La tarde se esfumó mientras proseguían

las sesiones de negociación. Logramos arrancar de los países miembros de

la Unión Europea y de varios otros delegados el apoyo a un borrador de

acuerdo, pero cuando retomamos las sesiones con los chinos llegamos a un

punto muerto, porque Wen declinó asistir y en su lugar envió a varios

miembros de su delegación que eran, como era de esperar, inflexibles. A

última hora del día me llevaron a otra sala, repleta de europeos

descontentos.

Ahí estaban la mayoría de los líderes clave, entre ellos Angela Merkel,

Nicolas Sarkozy y Gordon Brown, todos con la misma somnolienta mirada

de frustración. Querían saber por qué, ahora que Bush ya no estaba y que

mandaban los demócratas, Estados Unidos no podía ratificar un tratado del

estilo del Protocolo de Kioto. En Europa, decían, hasta los partidos de

extrema derecha aceptan la realidad del cambio climático. ¿Qué les pasa a

los estadounidenses? Sabemos que los chinos son un problema, pero ¿por

qué no esperar a un acuerdo futuro para obligarlos a ceder?

Durante lo que pareció una hora los dejé hablar, respondí a sus preguntas,

simpaticé con sus inquietudes. Finalmente, la realidad de la situación se

impuso en la sala, y fue Merkel quien se encargó de expresarla en voz alta.

—Creo que lo que Barack describe no es la opción que habríamos

deseado —dijo con calma—, pero puede que sea nuestra única opción hoy.

Así que... esperemos a ver lo que dicen los chinos y los demás, y luego

decidamos. —Y, volviéndose hacia mí, añadió—: ¿Vas a reunirte con ellos

ahora?

—Sip.

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