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Una-tierra-prometida (1)

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Washington. Añadí que, si ayudaba a que uno de los suyos lograse un

escaño en el Senado nacional, seguro que irritaba a más de un miembro de

la vieja guardia de republicanos blancos de Springfield, que Jones sentía

que siempre lo habían subestimado. Creo que este argumento le gustó

particularmente.

Con David Axelrod, adopté una estrategia diferente. Él era un asesor de

medios que antes había trabajado como periodista, entre cuyos clientes se

contaban Harold Washington, el exsenador nacional Paul Simon y el alcalde

Richard Daley, y se había labrado en todo el país la reputación de ser

inteligente y duro, así como un hábil creador de campañas publicitarias.

Admiraba su trabajo y sabía que contar con él en mi equipo otorgaría

credibilidad a mi incipiente campaña no solo dentro del estado, sino entre

donantes y expertos de todo el país.

Sabía también que me costaría convencerlo. «No lo veo fácil», me

confesó cuando quedamos a comer en un pequeño restaurante de River

North. Axel había sido uno de los muchos que me habían aconsejado no

enfrentarme a Bobby Rush. Entre contundentes bocados a su sándwich, me

dijo que no podía permitirme una segunda derrota. Y dudaba de que un

candidato cuyo apellido rimaba con «Osama» pudiese conseguir votos al

sur de Chicago. Además, ya lo habían tanteado al menos otros dos

probables candidatos al Senado —el interventor estatal Dan Hynes, y el

multimillonario gestor de fondos de inversión de alto riesgo Blair Hull—,

con aparentemente muchas más opciones de ganar, por lo que aceptarme

como cliente probablemente supondría una considerable pérdida de

ingresos para su empresa.

«Espera a que Rich Daley se jubile y preséntate entonces a alcalde —

concluyó mientras se limpiaba la mostaza del bigote—. Es mejor apuesta.»

Tenía razón, por supuesto. Pero yo no estaba haciendo los cálculos

convencionales. Y en Axel intuí —tras todos los datos de encuestas,

documentos de estrategia y argumentarios que eran las herramientas de su

oficio— a alguien que se veía como algo más que un pistolero a sueldo; a

alguien que podía ser un espíritu afín. En lugar de discutir sobre los

entresijos de la campaña, intenté apelar a su corazón.

«¿Alguna vez te has planteado cómo John y Bobby Kennedy conseguían

conectar con lo mejor de las personas? —pregunté—. ¿O lo que se sentiría

al ayudar a Lyndon B. Johnson a aprobar la Ley sobre Derecho al Voto, o a

Franklin D. Roosevelt a instaurar la Seguridad Social, y saber que has

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