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Una-tierra-prometida (1)

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contentaban con dejar que la conferencia acabase en fracaso y culpar de ello

a los estadounidenses.

«Si puedes convencer a los europeos y a los chinos de que respalden un

acuerdo provisional —dijo Hillary—, entonces es posible, incluso probable,

que el resto del mundo haga lo propio.»

Teniendo clara cuál era mi misión, hicimos una visita de cortesía al

primer ministro danés, Lars Løkke Rasmussen, que presidía las últimas

sesiones de negociación. Como todos los países nórdicos, Dinamarca

destacaba en relaciones exteriores, y el propio Rasmussen encarnaba

muchas de las cualidades que yo asociaba con los daneses: era prudente,

pragmático y humanitario, y estaba bien informado. Pero la tarea que se le

había encomendado —intentar un consenso global en torno a una cuestión

complicada y controvertida que enfrentaba a las principales potencias

mundiales— habría sido difícil de cumplir para cualquiera. Para el líder de

cuarenta y cinco años de un pequeño país, que apenas llevaba ocho meses

en el cargo, había resultado ser manifiestamente imposible. La prensa se

había dado un festín con las historias sobre cómo Rasmussen había perdido

el control de la conferencia, con los delegados rechazando una y otra vez

sus propuestas, cuestionando sus decisiones y desafiando su autoridad,

como adolescentes rebeldes con un profesor sustituto. Cuando nos

reunimos, el pobre hombre parecía conmocionado; el agotamiento había

hecho mella en sus claros ojos azules, y tenía el pelo rubio apelmazado,

como si acabase de salir de una pelea de lucha libre. Escuchó con atención

mientras le explicaba nuestra estrategia, y me hizo varias preguntas técnicas

sobre cómo funcionaría un acuerdo provisional. Pero, más que nada, parecía

aliviado cuando comprobó mi disposición a intentar salvar el acuerdo.

De ahí, pasamos a un enorme auditorio improvisado, donde expuse ante

el plenario los tres componentes del acuerdo provisional que proponíamos,

así como la alternativa: inacción y acritud mientras el planeta ardía

lentamente. El público estaba apagado pero era respetuoso, y Ban vino a

felicitarme cuando terminé: tomó mi mano entre las suyas y se comportó

como si le resultase completamente normal esperar que yo intentase salvar

las negociaciones bloqueadas y que improvisase la manera de llegar a un

acuerdo de última hora con los demás líderes mundiales.

El resto del día fue distinto de cualquier otra cumbre a la que asistí como

presidente. Aparte de la confusión de la sesión plenaria, tuvimos una serie

de encuentros más reducidos, y para ir de uno a otro recorrimos pasillos

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