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Una-tierra-prometida (1)

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«Con su crucial implicación, señor presidente —dijo—, estoy

convencido de que podemos hacer que estas negociaciones desemboquen en

un acuerdo satisfactorio.»

Y así siguió durante meses. Daba igual cuántas veces insistiese en mi

preocupación ante el cariz que estaban tomando las negociaciones

auspiciadas por la ONU, daba igual lo tajante que fuese sobre la posición

estadounidense sobre un tratado vinculante al estilo del Protocolo de Kioto,

Ban siempre recalcaba la necesidad de que estuviese presente en diciembre

en Copenhague. Sacó la cuestión a colación en las reuniones del G20. Lo

hizo también en los encuentros del G8. Finalmente, en la sesión plenaria de

la Asamblea General de la ONU, en septiembre en Nueva York, di mi brazo

a torcer y prometí al secretario general que haría todo lo posible por acudir,

siempre que pareciese probable que de la cumbre saliese un acuerdo que yo

pudiese aceptar. Después, me volví hacia Susan Rice y le dije que me sentía

como una adolescente a quien han estado presionando para que vaya al

baile de graduación con el empollón que es demasiado bueno como para

decirle que no.

Cuando llegó diciembre y se inauguró la conferencia de Copenhague,

parecía como si mis peores temores se estuvieran haciendo realidad. En el

ámbito interno, aún estábamos esperando a que el Senado pusiese fecha a la

votación sobre la legislación de topes e intercambios de emisiones, mientras

que en Europa la negociación del tratado había llegado a un primer punto

muerto. Habíamos enviado a Hillary y a Todd como avanzadilla para que

intentasen recabar apoyos para nuestra propuesta de acuerdo provisional y,

por teléfono, describían un escenario caótico, en el que los chinos y los

líderes de otros países del BRIC se habían plantado en su posición, los

europeos estaban frustrados tanto con nosotros como con los chinos, los

países más pobres clamaban por una mayor ayuda económica, los

organizadores de la conferencia daneses y de la ONU se sentían

desbordados y los grupos ecologistas allí presentes se desesperaban ante lo

que cada vez parecía más un absoluto desastre. Dado el intenso aroma a

inminente fracaso, por no hablar de que yo seguía atareado intentando que

el Congreso aprobase legislación crucial antes de la pausa navideña, Rahm

y Axe se preguntaban si debía siquiera hacer el viaje.

A pesar de mis reparos, decidí que incluso una mínima posibilidad de

arrastrar a otros líderes a un acuerdo internacional se imponía sobre la

repercusión de un probable fracaso. Para hacer que el viaje fuese más

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