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Una-tierra-prometida (1)

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cuanto a la necesidad de aprobar nuestra propia legislación doméstica sobre

cambio climático (y esperábamos establecer los cimientos para un tratado

más robusto en un futuro próximo). Pero Todd, un abogado enérgico y

escrupuloso que había sido alto negociador de la Administración Clinton en

Kioto, nos advirtió de que nuestra propuesta no se vería con muy buenos

ojos en el ámbito internacional. Los países de la Unión Europea, todos los

cuales habían ratificado Kioto y dado pasos para reducir sus emisiones,

estaban muy interesados en alcanzar un acuerdo que incluyese

compromisos de reducción por parte de Estados Unidos y China con

garantías legales. En cuanto a China, India y Sudáfrica estaban satisfechas

con el statu quo y se resistían con obstinación a cualquier cambio en el

protocolo. Estaba previsto que asistiesen a la cumbre activistas y

organizaciones ecologistas de todo el mundo. Muchos de ellos veían

Copenhague como un momento de todo o nada y verían como un fracaso

cualquier cosa que no fuese un tratado vinculante con nuevas y estrictas

limitaciones.

Más en concreto, como mi fracaso.

«No es justo —dijo Carol—, pero creen que si te tomas en serio el

cambio climático, deberías conseguir que el Congreso y otros países

hiciesen todo lo que fuese necesario.»

No podía culpar a los ecologistas por poner el listón tan alto. La ciencia

lo exigía. Pero también sabía que no tenía sentido hacer promesas que aún

no podía cumplir. Necesitaría más tiempo y que la situación económica

mejorase antes de poder convencer al público estadounidense para que

apoyase un tratado climático ambicioso. También tendría que convencer a

China para que colaborase con nosotros, y probablemente necesitaría una

mayoría más holgada en el Senado. Si el mundo esperaba que Estados

Unidos firmase un tratado vinculante en Copenhague, yo debía rebajar las

expectativas, empezando por las del secretario general de Naciones Unidas,

Ban Ki-moon.

Tras dos años de su mandato como el más prominente de los

diplomáticos del mundo, Ban Ki-moon aún no había dejado mucha huella

en el escenario global. En parte, esto se debía a la naturaleza de su trabajo:

aunque el secretario general de la ONU dirige una organización con un

presupuesto de miles de millones de dólares, una extensa burocracia y un

montón de agencias internacionales, su poder está en gran medida

condicionado, y depende de su capacidad para dirigir a ciento noventa y tres

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