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Una-tierra-prometida (1)

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los demás proponentes amplio margen para redactar su versión del proyecto

de ley, imaginando que más adelante en el proceso podríamos arreglar

cualquier disposición problemática.

Entretanto, nos preparábamos para lo que se avecinaba en Copenhague.

Con la expiración del Protocolo de Kioto prevista para 2012, desde hacía ya

un año se venían desarrollando negociaciones auspiciadas por la ONU para

un tratado que le diese continuidad, con el objetivo de alcanzar un acuerdo

a tiempo para la cumbre de diciembre. Sin embargo, nosotros no nos

inclinábamos por firmar un nuevo tratado que se inspirase en exceso en el

original. Mis asesores y yo teníamos dudas sobre el diseño regulatorio del

Protocolo de Kioto; en particular, sobre el uso de un concepto conocido

como «responsabilidades comunes pero diferenciadas», que hacía recaer la

carga de recortar las emisiones de gases de efecto invernadero casi en

exclusiva sobre las economías avanzadas y que hacían un uso intensivo de

energía, como las de Estados Unidos, la Unión Europea y Japón. En

términos de justicia, pedir a los países ricos que hiciesen más que los pobres

contra el cambio climático tenía todo el sentido: no solo la acumulación

existente de gases de efecto invernadero era en gran medida el resultado de

cien años de industrialización en Occidente, sino que la huella de carbono

per cápita de los países ricos era mucho mayor que otros. Además, era poco

lo que se podía esperar de países como Mali, Haití o Camboya —lugares

donde muchísima gente seguía sin tener siquiera el acceso más básico a la

electricidad— a la hora de reducir sus ya ínfimas emisiones (y con ello

posiblemente ralentizar su crecimiento a corto plazo). A fin de cuentas,

estadounidenses y europeos podían lograr efectos mucho más sustanciales

con solo subir o bajar unos grados sus termostatos.

El problema era que el Protocolo de Kioto había interpretado que

«responsabilidades diferenciadas» significaba que potencias emergentes

como China, India y Brasil no tenían ninguna obligación vinculante de

reducir sus emisiones. Esto quizá fuese razonable cuando se redactó el

protocolo, doce años atrás, antes de que la globalización transformase por

completo la economía mundial. Pero en medio de una brutal recesión, y con

los estadounidenses ya furiosos por la continua marcha de puestos de

trabajo a otros países, un tratado que impusiese restricciones

medioambientales a las fábricas domésticas sin pedir una actuación análoga

a las que operaban en Shangai o Bangalore no iba a ser aceptable. De

hecho, en 2005 China había superado a Estados Unidos en emisiones

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