Una-tierra-prometida (1)

eimy.yuli.bautista.cruz
from eimy.yuli.bautista.cruz More from this publisher
07.09.2022 Views

Tras perder a John McCain como aliado republicano, volcamos nuestrasesperanzas en uno de sus amigos más cercanos en el Senado, LindseyGraham, de Carolina del Sur. De baja estatura, cara chata y con un leve dejesureño que en un instante podía pasar de amable a amenazante, Graham eraconocido como un ferviente halcón en materia de seguridad nacional(miembro, junto con McCain y Lieberman, de los llamados «ThreeAmigos», que habían sido los máximos impulsores de la guerra de Irak).Graham era inteligente, seductor, sarcástico, carente de escrúpulos, hábil ensu relación con los medios, y gracias en parte a la genuina adoración quesentía por McCain, ocasionalmente estaba dispuesto a alejarse de laortodoxia conservadora, en especial al apoyar la reforma migratoria. Trashaber resultado reelegido para otro periodo de seis años, Graham estaba encondiciones de asumir algún riesgo, y aunque en el pasado nunca habíamostrado mucho interés por el cambio climático, parecía atraído por laposibilidad de cubrir el hueco que McCain había dejado y propiciar unimportante acuerdo bipartidista. A principios de octubre, se ofreció acontribuir a convencer al puñado de republicanos que necesitábamos paraque el Senado aprobase la legislación sobre el clima, pero solo si Liebermanayudaba a dirigir el proceso y Kerry podía convencer a los ecologistas paraque ofreciesen concesiones o subsidios a la industria de la energía nuclear,así como la apertura de más zonas de costa estadounidense a la exploraciónen busca de petróleo en alta mar.Tener que depender de Graham no me hacía ninguna gracia. Lo conocíade mi época en el Senado como alguien a quien le gustaba interpretar elpapel del conservador serio y sofisticado, que desarmaba a los demócratas ya los periodistas con opiniones tajantes sobre los puntos ciegos de supartido, y ensalzaba la necesidad de que los políticos se liberasen de suscamisas de fuerza ideológicas. Sin embargo, la mayoría de las veces,cuando llegaba el momento de emitir un voto o de adoptar una postura quepodría tener un coste político para él, Graham encontraba algún motivo paraevitarlo. («¿Sabes cuando al principio de una peli de espías o de atracos tepresentan a los integrantes del equipo? —le dije a Rahm—. Pues Lindsey esel tipo que traiciona a todos los demás para salvar el pescuezo.») Pero,siendo realistas, nuestras opciones eran limitadas («A menos que Lincoln yTeddy Roosevelt entren por esa puerta, colega —respondió Rahm—,Graham es todo lo que hay»), y conscientes de que cualquier vinculaciónestrecha con la Casa Blanca podría espantarlo, decidimos dar a Graham y a

los demás proponentes amplio margen para redactar su versión del proyectode ley, imaginando que más adelante en el proceso podríamos arreglarcualquier disposición problemática.Entretanto, nos preparábamos para lo que se avecinaba en Copenhague.Con la expiración del Protocolo de Kioto prevista para 2012, desde hacía yaun año se venían desarrollando negociaciones auspiciadas por la ONU paraun tratado que le diese continuidad, con el objetivo de alcanzar un acuerdoa tiempo para la cumbre de diciembre. Sin embargo, nosotros no nosinclinábamos por firmar un nuevo tratado que se inspirase en exceso en eloriginal. Mis asesores y yo teníamos dudas sobre el diseño regulatorio delProtocolo de Kioto; en particular, sobre el uso de un concepto conocidocomo «responsabilidades comunes pero diferenciadas», que hacía recaer lacarga de recortar las emisiones de gases de efecto invernadero casi enexclusiva sobre las economías avanzadas y que hacían un uso intensivo deenergía, como las de Estados Unidos, la Unión Europea y Japón. Entérminos de justicia, pedir a los países ricos que hiciesen más que los pobrescontra el cambio climático tenía todo el sentido: no solo la acumulaciónexistente de gases de efecto invernadero era en gran medida el resultado decien años de industrialización en Occidente, sino que la huella de carbonoper cápita de los países ricos era mucho mayor que otros. Además, era pocolo que se podía esperar de países como Mali, Haití o Camboya —lugaresdonde muchísima gente seguía sin tener siquiera el acceso más básico a laelectricidad— a la hora de reducir sus ya ínfimas emisiones (y con elloposiblemente ralentizar su crecimiento a corto plazo). A fin de cuentas,estadounidenses y europeos podían lograr efectos mucho más sustancialescon solo subir o bajar unos grados sus termostatos.El problema era que el Protocolo de Kioto había interpretado que«responsabilidades diferenciadas» significaba que potencias emergentescomo China, India y Brasil no tenían ninguna obligación vinculante dereducir sus emisiones. Esto quizá fuese razonable cuando se redactó elprotocolo, doce años atrás, antes de que la globalización transformase porcompleto la economía mundial. Pero en medio de una brutal recesión, y conlos estadounidenses ya furiosos por la continua marcha de puestos detrabajo a otros países, un tratado que impusiese restriccionesmedioambientales a las fábricas domésticas sin pedir una actuación análogaa las que operaban en Shangai o Bangalore no iba a ser aceptable. Dehecho, en 2005 China había superado a Estados Unidos en emisiones

Tras perder a John McCain como aliado republicano, volcamos nuestras

esperanzas en uno de sus amigos más cercanos en el Senado, Lindsey

Graham, de Carolina del Sur. De baja estatura, cara chata y con un leve deje

sureño que en un instante podía pasar de amable a amenazante, Graham era

conocido como un ferviente halcón en materia de seguridad nacional

(miembro, junto con McCain y Lieberman, de los llamados «Three

Amigos», que habían sido los máximos impulsores de la guerra de Irak).

Graham era inteligente, seductor, sarcástico, carente de escrúpulos, hábil en

su relación con los medios, y gracias en parte a la genuina adoración que

sentía por McCain, ocasionalmente estaba dispuesto a alejarse de la

ortodoxia conservadora, en especial al apoyar la reforma migratoria. Tras

haber resultado reelegido para otro periodo de seis años, Graham estaba en

condiciones de asumir algún riesgo, y aunque en el pasado nunca había

mostrado mucho interés por el cambio climático, parecía atraído por la

posibilidad de cubrir el hueco que McCain había dejado y propiciar un

importante acuerdo bipartidista. A principios de octubre, se ofreció a

contribuir a convencer al puñado de republicanos que necesitábamos para

que el Senado aprobase la legislación sobre el clima, pero solo si Lieberman

ayudaba a dirigir el proceso y Kerry podía convencer a los ecologistas para

que ofreciesen concesiones o subsidios a la industria de la energía nuclear,

así como la apertura de más zonas de costa estadounidense a la exploración

en busca de petróleo en alta mar.

Tener que depender de Graham no me hacía ninguna gracia. Lo conocía

de mi época en el Senado como alguien a quien le gustaba interpretar el

papel del conservador serio y sofisticado, que desarmaba a los demócratas y

a los periodistas con opiniones tajantes sobre los puntos ciegos de su

partido, y ensalzaba la necesidad de que los políticos se liberasen de sus

camisas de fuerza ideológicas. Sin embargo, la mayoría de las veces,

cuando llegaba el momento de emitir un voto o de adoptar una postura que

podría tener un coste político para él, Graham encontraba algún motivo para

evitarlo. («¿Sabes cuando al principio de una peli de espías o de atracos te

presentan a los integrantes del equipo? —le dije a Rahm—. Pues Lindsey es

el tipo que traiciona a todos los demás para salvar el pescuezo.») Pero,

siendo realistas, nuestras opciones eran limitadas («A menos que Lincoln y

Teddy Roosevelt entren por esa puerta, colega —respondió Rahm—,

Graham es todo lo que hay»), y conscientes de que cualquier vinculación

estrecha con la Casa Blanca podría espantarlo, decidimos dar a Graham y a

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!