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Una-tierra-prometida (1)

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cajón durante el resto de su presidencia. Cualquier atisbo de esperanza en la

posible ratificación del tratado se apagó por completo cuando George W.

Bush se impuso a Al Gore en las elecciones de 2000. Todo lo cual explica

por qué en 2009, un año después de que el Protocolo de Kioto entrase por

fin plenamente en vigor, Estados Unidos era uno de los cinco países que no

formaban parte del acuerdo. Los otros cuatro, en ningún orden particular,

eran: Andorra y la Ciudad del Vaticano (dos estados tan pequeños, con una

población conjunta de en torno a ochenta mil personas, que se les concedió

el estatus de «observadores» en lugar de pedirles que se sumasen al

tratado); Taiwán (que habría estado encantado de participar pero no podía

hacerlo porque los chinos aún rechazaban su estatus como país

independiente); y Afganistán (que tenía la razonable excusa de estar

desgarrado tras treinta años de ocupación y una sangrienta guerra civil).

«Sabes que la situación ha tocado fondo cuando tus aliados más cercanos

creen que tu posición en un asunto es peor que la de Corea del Norte», dijo

Ben Rhodes, sacudiendo la cabeza.

Al repasar esta historia, a veces imaginaba un universo paralelo en el que

Estados Unidos, sin rival justo después del final de la Guerra Fría, había

volcado su inmenso poder y toda su autoridad en el combate contra el

cambio climático. Imaginaba la transformación de la red energética mundial

y la reducción en el volumen de gases de efecto invernadero que se habría

logrado; los beneficios geopolíticos que se habrían derivado de liberarse del

abrazo de los petrodólares y las autocracias que esos dólares apuntalaban; la

cultura de sostenibilidad que podría haber arraigado tanto en los países

desarrollados como en aquellos en desarrollo. Pero mientras me reunía con

mi equipo para trazar una estrategia pensada para nuestro universo real,

debía reconocer algo que resultaba palmario: incluso ahora que los

demócratas controlaban el Senado, no tenía manera de asegurarme los

sesenta y siete votos necesarios para ratificar el marco de Kioto existente.

Bastantes dificultades estábamos teniendo para conseguir que el Senado

elaborase un proyecto de ley doméstico sobre el clima. Barbara Boxer y

John Kerry, el senador demócrata por Massachusetts, llevaban meses

redactando una posible legislación, pero habían sido incapaces de encontrar

algún par republicano dispuesto a respaldarla con ellos, lo que ponía de

manifiesto que era poco probable que el proyecto de ley saliese adelante, y

haría necesaria una nueva estrategia más centrista.

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