Una-tierra-prometida (1)

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07.09.2022 Views

y mi equipo legislativo estaban atareados en los pasillos del Congreso, miequipo de política exterior y yo buscábamos la manera de recuperar elestatus de Estados Unidos como líder en los esfuerzos climáticosinternacionales.En otros tiempos, nuestro liderazgo en este ámbito prácticamente sehabía dado por descontado. En 1992, cuando el mundo se reunió en Río deJaneiro en lo que se conoció como la Cumbre de la Tierra, el presidenteGeorge H. W. Bush se sumó a representantes de otros ciento cincuenta ytres países en la firma de la Convención Marco de las Naciones Unidassobre el Cambio Climático, el primer acuerdo global para tratar deestabilizar la concentración de gases de efecto invernadero antes de que estaalcanzase niveles catastróficos. La Administración Clinton enseguida tomóel relevo y trabajó con otros países para traducir los vagos objetivos que seanunciaron en Río en un tratado vinculante. El resultado final, el llamadoProtocolo de Kioto, establecía planes detallados para la actuacióninternacional coordinada, incluidos objetivos específicos de reducción delos gases de efecto invernadero, un sistema global de comercio de carbonosimilar al de topes e intercambios, y mecanismos de financiación paraayudar a los países pobres a adoptar las energías limpias y proteger bosquesque, como la Amazonía, contribuían a neutralizar las emisiones de carbono.Los ecologistas aclamaron el Protocolo de Kioto como un punto deinflexión en la lucha contra el calentamiento global. En todo el mundo, lospaíses participantes acudieron a sus gobiernos para ratificar el tratado. Peroen Estados Unidos, donde la ratificación de un tratado requiere el votoafirmativo de dos tercios del Senado, el Protocolo de Kioto se topó con unmuro infranqueable. En 1997, los republicanos controlaban el Senado, ypocos consideraban el cambio climático un problema real. De hecho, elentonces presidente del Comité del Senado sobre Relaciones Exteriores, elarchiconservador Jesse Helms, se enorgullecía de despreciar por igual a losecologistas, la ONU y los tratados multilaterales. Poderosos demócratas,como el senador por Virginia Occidental Robert Byrd, también se oponíanenseguida a cualquier medida que pudiese perjudicar a las industrias de loscombustibles fósiles vitales para su estado.A la vista de ese panorama, el presidente Clinton decidió no remitir elProtocolo de Kioto al Senado para someterlo a votación, sino que optó porretrasar la derrota. Aunque la suerte política de Clinton se recuperaría trassuperar el impeachment , el Protocolo de Kioto permaneció guardado en un

cajón durante el resto de su presidencia. Cualquier atisbo de esperanza en laposible ratificación del tratado se apagó por completo cuando George W.Bush se impuso a Al Gore en las elecciones de 2000. Todo lo cual explicapor qué en 2009, un año después de que el Protocolo de Kioto entrase porfin plenamente en vigor, Estados Unidos era uno de los cinco países que noformaban parte del acuerdo. Los otros cuatro, en ningún orden particular,eran: Andorra y la Ciudad del Vaticano (dos estados tan pequeños, con unapoblación conjunta de en torno a ochenta mil personas, que se les concedióel estatus de «observadores» en lugar de pedirles que se sumasen altratado); Taiwán (que habría estado encantado de participar pero no podíahacerlo porque los chinos aún rechazaban su estatus como paísindependiente); y Afganistán (que tenía la razonable excusa de estardesgarrado tras treinta años de ocupación y una sangrienta guerra civil).«Sabes que la situación ha tocado fondo cuando tus aliados más cercanoscreen que tu posición en un asunto es peor que la de Corea del Norte», dijoBen Rhodes, sacudiendo la cabeza.Al repasar esta historia, a veces imaginaba un universo paralelo en el queEstados Unidos, sin rival justo después del final de la Guerra Fría, habíavolcado su inmenso poder y toda su autoridad en el combate contra elcambio climático. Imaginaba la transformación de la red energética mundialy la reducción en el volumen de gases de efecto invernadero que se habríalogrado; los beneficios geopolíticos que se habrían derivado de liberarse delabrazo de los petrodólares y las autocracias que esos dólares apuntalaban; lacultura de sostenibilidad que podría haber arraigado tanto en los paísesdesarrollados como en aquellos en desarrollo. Pero mientras me reunía conmi equipo para trazar una estrategia pensada para nuestro universo real,debía reconocer algo que resultaba palmario: incluso ahora que losdemócratas controlaban el Senado, no tenía manera de asegurarme lossesenta y siete votos necesarios para ratificar el marco de Kioto existente.Bastantes dificultades estábamos teniendo para conseguir que el Senadoelaborase un proyecto de ley doméstico sobre el clima. Barbara Boxer yJohn Kerry, el senador demócrata por Massachusetts, llevaban mesesredactando una posible legislación, pero habían sido incapaces de encontraralgún par republicano dispuesto a respaldarla con ellos, lo que ponía demanifiesto que era poco probable que el proyecto de ley saliese adelante, yharía necesaria una nueva estrategia más centrista.

y mi equipo legislativo estaban atareados en los pasillos del Congreso, mi

equipo de política exterior y yo buscábamos la manera de recuperar el

estatus de Estados Unidos como líder en los esfuerzos climáticos

internacionales.

En otros tiempos, nuestro liderazgo en este ámbito prácticamente se

había dado por descontado. En 1992, cuando el mundo se reunió en Río de

Janeiro en lo que se conoció como la Cumbre de la Tierra, el presidente

George H. W. Bush se sumó a representantes de otros ciento cincuenta y

tres países en la firma de la Convención Marco de las Naciones Unidas

sobre el Cambio Climático, el primer acuerdo global para tratar de

estabilizar la concentración de gases de efecto invernadero antes de que esta

alcanzase niveles catastróficos. La Administración Clinton enseguida tomó

el relevo y trabajó con otros países para traducir los vagos objetivos que se

anunciaron en Río en un tratado vinculante. El resultado final, el llamado

Protocolo de Kioto, establecía planes detallados para la actuación

internacional coordinada, incluidos objetivos específicos de reducción de

los gases de efecto invernadero, un sistema global de comercio de carbono

similar al de topes e intercambios, y mecanismos de financiación para

ayudar a los países pobres a adoptar las energías limpias y proteger bosques

que, como la Amazonía, contribuían a neutralizar las emisiones de carbono.

Los ecologistas aclamaron el Protocolo de Kioto como un punto de

inflexión en la lucha contra el calentamiento global. En todo el mundo, los

países participantes acudieron a sus gobiernos para ratificar el tratado. Pero

en Estados Unidos, donde la ratificación de un tratado requiere el voto

afirmativo de dos tercios del Senado, el Protocolo de Kioto se topó con un

muro infranqueable. En 1997, los republicanos controlaban el Senado, y

pocos consideraban el cambio climático un problema real. De hecho, el

entonces presidente del Comité del Senado sobre Relaciones Exteriores, el

archiconservador Jesse Helms, se enorgullecía de despreciar por igual a los

ecologistas, la ONU y los tratados multilaterales. Poderosos demócratas,

como el senador por Virginia Occidental Robert Byrd, también se oponían

enseguida a cualquier medida que pudiese perjudicar a las industrias de los

combustibles fósiles vitales para su estado.

A la vista de ese panorama, el presidente Clinton decidió no remitir el

Protocolo de Kioto al Senado para someterlo a votación, sino que optó por

retrasar la derrota. Aunque la suerte política de Clinton se recuperaría tras

superar el impeachment , el Protocolo de Kioto permaneció guardado en un

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