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Una-tierra-prometida (1)

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normalmente incontenible, parecía un poco apagado. Me explicó lo que lo

tenía inquieto: hasta ese momento, el Senado no había siquiera hecho

pública su versión de un proyecto de ley sobre el clima, y menos aún había

empezado a circular por los comités competentes. McConnell, por su parte,

estaba haciendo gala de un talento singular para paralizar las votaciones en

el Senado. Habida cuenta de que el proceso era lento de por sí menguaba a

toda velocidad la ventana temporal para conseguir aprobar una ley sobre el

clima antes de que el Congreso suspendiese la sesión legislativa en

diciembre. Después de eso, probablemente tendríamos aún más dificultades

para llegar a la línea de meta, puesto que los demócratas tanto en la Cámara

como en el Senado serían reacios a votar otro proyecto de ley grande y

controvertido justo cuando empezaban a hacer campaña de cara a las

elecciones de medio mandato.

«Hay que tener fe, hermano», dije mientras le daba una palmada en la

espalda.

Rahm asintió, pero en sus ojos, aún más oscuros que de costumbre, se

veían las dudas.

«No sé si tenemos pista suficiente para hacer aterrizar todos estos

aviones», respondió. Dando a entender que uno o más podían estrellarse.

El ambiente de nerviosismo que reinaba en el Congreso no era la única

razón por la que esperaba tener la legislación sobre topes e intercambios de

emisiones a punto para diciembre: ese mismo mes estaba prevista la

celebración en Copenhague de una cumbre sobre cambio climático

auspiciada por la ONU. Tras ocho años durante los cuales, bajo la

presidencia de George W. Bush, Estados Unidos se había ausentado de las

negociaciones internacionales en torno al clima, las expectativas en el

extranjero estaban por las nubes. Y yo difícilmente podía instar a otros

gobiernos a actuar de forma agresiva contra el cambio climático si Estados

Unidos no predicaba con el ejemplo. Sabía que tener un proyecto de ley

doméstico mejoraría nuestra posición negociadora con otros países y

contribuiría a espolear la clase de acción colectiva necesaria para proteger

el planeta. Al fin y al cabo, los gases de efecto invernadero no respetan

fronteras. Una ley que reduzca las emisiones en un país quizá haga que sus

ciudadanos se sientan moralmente superiores, pero si otros países no hacen

lo propio la temperatura seguirá subiendo sin más. Así que, mientras Rahm

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