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Una-tierra-prometida (1)

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apoyado durante la campaña como mecanismo preferido para lograr

grandes reducciones en la emisión de gases de efecto invernadero. Así es

cómo funcionaba aquí. El Gobierno federal limitaría la cantidad de gases de

efecto invernadero que las compañías podrían emitir, dejando que cada una

determinase de qué manera alcanzaría esos objetivos. Las empresas que

superasen su límite pagarían una penalización. Las que se mantuviesen por

debajo de su límite podrían vender los «créditos» de contaminación que no

habían usado a otras compañías menos eficientes. Al ponerle un precio a la

contaminación y crear un mercado para los comportamientos respetuosos

con el medioambiente, la estrategia de topes e intercambios de emisiones

ofrecía a las corporaciones un estímulo para desarrollar y adoptar las

tecnologías verdes más recientes; y con cada avance tecnológico el

Gobierno podría rebajar aún más los límites, fomentando así un ciclo

virtuoso y continuo de innovación.

Había otras maneras de poner precio a la contaminación debida a gases

de efecto invernadero. Por ejemplo, algunos economistas creían que era

más sencillo imponer un «impuesto al carbón» sobre todos los combustibles

fósiles, que desincentivase su uso al encarecerlos. Pero uno de los motivos

por los que todo el mundo había acabado convergiendo en una propuesta de

topes e intercambios de emisiones era que ya se había ensayado con éxito; y

nada menos que por un presidente republicano. En 1990, la Administración

de George H. W. Bush había implementado un sistema de topes e

intercambios para limitar el dióxido de azufre procedente de las chimeneas

de las fábricas que contribuía a la lluvia ácida que estaba destruyendo lagos

y bosques a lo largo de la costa este del país. A pesar de las agoreras

predicciones de que la medida conduciría al cierre de fábricas y a despidos

masivos, las compañías infractoras enseguida encontraron maneras eficaces

desde un punto de vista económico de adaptar sus fábricas a lo exigido, y al

cabo de unos pocos años el problema de la lluvia ácida prácticamente había

desaparecido.

Sin embargo, la envergadura y la complejidad de la tarea de establecer un

sistema de topes e intercambios para las emisiones de gases de efecto

invernadero era de otra magnitud. Las peleas en torno a cada detalle

prometían ser feroces, con grupos de interés persiguiendo a cada miembro

del Congreso cuyo voto necesitábamos para tratar de sacarle tal o cual

concesión. De la batalla para aprobar la legislación sanitaria estaba

aprendiendo que el mero hecho de que los republicanos hubiesen apoyado

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