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Una-tierra-prometida (1)

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Carol por el papel que el rescate a la industria del automóvil podía haber

tenido a la hora de propiciar ese recién descubierto espíritu cumbayá. «A lo

largo de las negociaciones, en ningún momento se habló de rescates»,

insistió ella. Más tarde, en el despacho Oval, le pregunté si lo que había

dicho era cierto.

«Totalmente —respondió—. Aunque, por supuesto, no puedo decir que

no lo tuvieran presente...»

Entretanto, encomendé a Steve Chu la tarea de poner al día todos los

estándares de eficiencia que pudiese encontrar, recurriendo para ello a una

ley de 1987 rara vez aplicada que otorgaba al Departamento de Energía

autoridad para establecer estándares de eficiencia energética en todo tipo de

cosas, desde bombillas hasta aparatos comerciales de aire acondicionado.

Steve estaba como un niño con zapatos nuevos, y me obsequiaba con

explicaciones detalladas de sus más recientes hazañas en el establecimiento

de estándares. («¡Te sorprendería saber el efecto que tiene sobre el

medioambiente una mejora de tan solo el 5 por ciento en la eficiencia de los

refrigeradores!») Y aunque no era fácil estar a la altura de su entusiasmo

por las lavadoras y las secadoras, los resultados eran verdaderamente

asombrosos: cuando dejé el cargo, se estimaba que esos nuevos estándares

para los electrodomésticos bloquearían la emisión a la atmósfera de otros

210 millones de toneladas métricas de gases de efecto invernadero.

En los años siguientes, los fabricantes de automóviles y

electrodomésticos cumplieron sin demasiado revuelo con los objetivos de

eficiencia más estrictos que impusimos, y antes de lo previsto, confirmando

así la afirmación de Steve según la cual, cuando se hacen bien las cosas,

unos estándares regulatorios ambiciosos en la práctica espolean a las

empresas a innovar. Si los consumidores se percataron de que los modelos

de coches y electrodomésticos de mayor eficiencia energética eran en

ocasiones más caros, no se quejaron; probablemente compensarían esa

diferencia con unos menores gastos en electricidad o combustible, además

de que los precios por lo general volvían a bajar una vez que las nuevas

tecnologías pasaban a ser la norma.

Para nuestra sorpresa, ni siquiera McConnell y Boehner se pusieron

particularmente nerviosos con nuestras regulaciones energéticas, quizá

porque no pensaron que pudieran ganar esa batalla y no querían desviar la

atención de sus intentos de hacer fracasar el Obamacare. No todos los

republicanos mostraron tal moderación. Un día, Pete Rouse entró en el

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