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Una-tierra-prometida (1)

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Lo cual no significa que toda crítica de la regulación federal fuera

infundada. En algunas oportunidades los obstáculos burocráticos lastraban a

las empresas de manera innecesaria, o retrasaban la llegada al mercado de

productos innovadores. Sí era cierto que algunas normativas costaban más

dinero del que valían. En particular, los grupos ecologistas detestaban una

ley de 1980 que obligaba a que una desconocida subagencia dependiente de

la rama ejecutiva llamada Oficina de Información y Asuntos Regulatorios

(OIRA, por sus siglas en inglés) llevase a cabo un análisis de costebeneficio

de cada nueva normativa federal. Estaban convencidos de que el

proceso favorecía a los intereses empresariales, y algo de razón tenían: era

muchísimo más fácil medir los beneficios y las pérdidas de una empresa

que poner precio a preservar una especie de ave en peligro de extinción o a

reducir la probabilidad de que un niño desarrollase asma.

A pesar de todo, por motivos regulatorios y políticos, pensaba que los

progresistas no podían permitirse ignorar los aspectos económicos. Quienes

creíamos en la capacidad del Gobierno para resolver grandes problemas

teníamos la obligación de prestar atención a las consecuencias de nuestras

decisiones en el mundo real; no podíamos limitarnos a confiar en la bondad

de nuestras intenciones. Si una agencia proponía un proyecto de norma para

preservar los humedales que imponía una reducción de la superficie de una

granja familiar, esa agencia debería tener en cuenta las pérdidas que

supondrían para esos granjeros antes de seguir adelante con el proyecto.

Precisamente porque tenía interés en hacer las cosas bien en este ámbito,

nombré a Cass Sunstein, un antiguo colega en la facultad de Derecho de la

Universidad de Chicago, para que se hiciese cargo de la OIRA y fuese

nuestro experto titular en coste-beneficio. Cass era un destacado académico

en Derecho Constitucional que había escrito una docena de libros y cuyo

nombre solía barajarse como futuro juez del Tribunal Supremo; de hecho,

fue él quien me insistió en que le encargase dirigir la OIRA, en una clara

muestra de su vocación de servicio, su indiferencia al prestigio y un elevado

cociente intelectual que hacía de él el candidato ideal al puesto. (Además,

era encantador, un jugador de squash de talla mundial y el individuo con el

escritorio más desordenado que haya visto jamás.) En el transcurso de los

tres años siguientes, Cass y su pequeño equipo echaron horas y más horas

en la discreta oficina de la OIRA, situada enfrente de la Casa Blanca, para

asegurarse de que las regulaciones que proponíamos ayudaban en efecto a

un número suficiente de personas como para justificar su coste. También le

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