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Una-tierra-prometida (1)

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intentaban inmiscuirse en la vida de la gente, minar la vitalidad económica

del país, violar el derecho a la propiedad privada y socavar la visión del

Gobierno representativo que tuvieron los padres fundadores.

Yo no daba mucha importancia a esa clase de argumentos. Ya en la era

Progresista, los monopolios petroleros y ferroviarios habían empleado un

lenguaje similar para atacar los intentos del Gobierno de librar a la

economía estadounidense del completo dominio al que la tenían sometida.

Lo mismo habían hecho quienes se oponían al New Deal de Franklin

Delano Roosevelt. A pesar de ello, a lo largo del siglo XX , una ley tras otra

y en cooperación con presidentes de ambos partidos, el Congreso había

seguido delegando su autoridad regulatoria y de inspección en toda una

constelación de agencias especializadas, desde la Comisión de Bolsa y

Valores hasta la Administración de Seguridad y Salud Ocupacional,

pasando por la Administración Federal de Aviación. Por una sencilla razón:

a medida que aumentaba la complejidad de la sociedad, las corporaciones

acumulaban más poder y los ciudadanos exigían más del Gobierno, los

cargos electos simplemente no daban abasto para regular tantas y tan

diversas industrias. Tampoco poseían el conocimiento especializado

necesario para establecer reglas que permitieran asegurar transacciones

justas en los distintos mercados financieros, para evaluar la seguridad del

equipo médico más reciente, para entender los nuevos datos sobre

contaminación o para prever todas las maneras en que los empleadores

podrían discriminar a sus empleados en función de su raza o su género.

Dicho de otro modo: para tener un buen gobierno era importante la

experiencia. Las instituciones públicas debían dotarse de personas cuyo

trabajo consistía en prestar atención a cosas importantes para que el resto de

los ciudadanos no tuviésemos que hacerlo. Y gracias a esos expertos, los

estadounidenses podíamos preocuparnos menos por la calidad del aire que

respirábamos o del agua que bebíamos, teníamos a quien recurrir cuando

los empleadores no nos pagaban las horas extra que nos correspondían,

podíamos contar con que los medicamentos a la venta sin receta no nos

matarían, y que conducir un coche o volar en un avión comercial era

exponencialmente más seguro hoy de lo que lo había sido apenas veinte,

treinta o cincuenta años antes. El Estado regulatorio del que los

conservadores se quejaban tan amargamente había hecho que la vida en

Estados Unidos fuese muchísimo mejor.

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