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Una-tierra-prometida (1)

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Durante los dos años siguientes, la Administración Bush no hizo nada,

pero ahora nosotros estábamos en condiciones de dar buen uso a la decisión

del Tribunal Supremo. Lisa y Carol recomendaron que recopilásemos la

evidencia científica, emitiésemos un dictamen según el cual los gases de

efecto invernadero estaban sujetos a regulación por parte de la EPA y

usásemos de inmediato esa autoridad para elevar los estándares de

eficiencia en el consumo de combustible para todos los coches y camiones

que se fabricasen o se vendiesen en Estados Unidos. Las circunstancias no

podrían haber sido más favorables para aprobar normas en ese sentido:

aunque los fabricantes de automóviles estadounidenses y el sindicato

United Auto Workers (UAW) por lo general se oponían a unos estándares

de eficiencia más exigentes, mi decisión de seguir destinando miles de

millones de dólares de fondos TARP a mantener a flote su industria los

había vuelto «más receptivos», como Carol expresó con suma sutileza. Lisa

creía que, si actuábamos con suficiente rapidez, podíamos aprobar la

normativa antes de que los fabricantes de coches actualizasen sus modelos.

El consiguiente descenso en el consumo de gasolina en Estados Unidos

podría suponer un ahorro de unos 1.800 millones de barriles de petróleo y

reducir nuestras emisiones anuales de gases de efecto invernadero en un 20

por ciento; además, estableceríamos un precedente útil para que la EPA

pudiese regular otras fuentes de gases de efecto invernadero en los

próximos años.

Para mí, el plan era incontestable, aunque Rahm y yo estábamos de

acuerdo en que, incluso teniendo a los fabricantes de nuestra parte, hacer

que la EPA publicase nuevos estándares de eficiencia generaría muchísimo

ruido político. No podíamos olvidar que para todos los líderes republicanos

la derogación de las normativas federales era algo de máxima prioridad,

estaba al mismo nivel que bajar los impuestos a los ricos. Las

organizaciones empresariales y los grandes donantes conservadores, como

los hermanos Koch, habían hecho importantes inversiones en una campaña

que duraba ya décadas para convertir «regulación» en una palabra

malsonante. Era imposible abrir las páginas de opinión del The Wall Street

Journal sin toparse con algún ataque a un «Estado regulatorio» fuera de

control. Para los antirregulación, los pros y los contras de elevar los

estándares de eficiencia en el consumo de combustible tenían menos

importancia que lo que simbolizaba una nueva normativa: otro ejemplo más

de cómo los burócratas de Washington, a los que nadie había elegido,

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