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Una-tierra-prometida (1)

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Nuestra inversión en energía limpia era solo el primer paso para alcanzar

nuestros objetivos de emisiones de gases de efecto invernadero. Además,

teníamos que cambiar los hábitos energéticos cotidianos del país, tanto si

eso significaba que las empresas repensasen la forma en que calentaban y

refrigeraban sus edificios como que las familias decidiesen apostar por lo

ecológico en la compra de su coche nuevo. Confiábamos en conseguirlo en

parte a través de un proyecto de ley sobre cambio climático diseñado para

inclinar los estímulos hacia la energía limpia en todos los sectores de la

economía. Pero, según Lisa y Carol, no teníamos por qué esperar hasta que

el Congreso actuase para alterar al menos parte del comportamiento de las

empresas y los consumidores. Bastaba con que sacásemos el máximo

provecho de nuestras capacidades regulatorias en el marco de las leyes

vigentes.

La más importante de dichas leyes era la Ley de Aire Limpio, la señera

norma de 1963 que autorizó al Gobierno federal a vigilar la contaminación

atmosférica, lo que condujo a la implantación de estándares exigibles de

pureza del aire en los años setenta. Esta ley, que había sido reafirmada con

el apoyo de miembros de ambos partidos en fecha tan reciente como 1990,

establecía que la EPA «deberá, mediante regulación», establecer estándares

para limitar las emisiones procedentes de vehículos que «en opinión de la

agencia causen o contribuyan a una contaminación atmosférica que se

pueda prever razonablemente que pondrá en peligro la salud o el bienestar

del público».

Si uno creía en la ciencia climática, el dióxido de carbono que

expulsaban los tubos de escape de los coches sin duda debía considerarse

contaminación atmosférica. Al parecer, el director de la EPA durante la

Administración Bush discrepaba (de la ciencia, claro está). En 2003,

decidió que la Ley de Aire Limpio no estaba pensada para otorgar a la

agencia autoridad para regular la emisión de gases de efecto invernadero; en

todo caso, él no la usaría para cambiar los estándares de emisiones. Varios

estados y organizaciones ecologistas recurrieron la decisión, y en la

sentencia de 2007 de Massachusetts contra la EPA, una estrecha mayoría

del Tribunal Supremo decidió que durante la Administración Bush la

agencia había desatendido su obligación de aplicar «un criterio razonado»

basado en la ciencia a la hora de adoptar su decisión, y le ordenó que diese

marcha atrás y volviese a hacer sus deberes.

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