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Una-tierra-prometida (1)

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lo que entonces se consideró una tecnología revolucionaria, pero, por

supuesto, la inversión conllevaba un riesgo. Mientras los chinos inundaron

el mercado con sus propios paneles solares baratos y muy subsidiados,

Solyndra empezó a hacer aguas y en 2011 entró en bancarrota. Dada la

envergadura del impago —por no hablar de que mi equipo me había

organizado una visita a sus instalaciones en California justo cuando

empezaban a sonar las primeras alarmas financieras—, Solyndra acabó

convirtiéndose en una pesadilla para mi imagen. La prensa pasó semanas

insistiendo en la historia. Los republicanos disfrutaron de lo lindo.

Intenté tomármelo con calma. Me dije que el hecho de que las cosas

nunca saliesen exactamente como estaba previsto formaba parte esencial de

mi cargo. Incluso las iniciativas exitosas —bien ejecutadas y movidas por

las más puras de las intenciones— a menudo albergaban algún defecto

oculto o alguna consecuencia inesperada. Sacar cosas adelante implicaba

necesariamente poder ser objeto de crítica, y la alternativa —ir a lo seguro,

evitar la controversia, guiarse por las encuestas— no solo era una receta

para la mediocridad, sino una traición a las esperanzas de los ciudadanos

que me habían llevado a la presidencia.

Aun así, con el paso del tiempo no pude evitar echar humo por las orejas

(a veces me imaginaba haciéndolo literalmente, como en unos dibujos

animados) al pensar que el fracaso de Solyndra podía eclipsar el notable

éxito de la Ley de Recuperación a la hora de revitalizar el sector de las

energías renovables. Incluso en su primer año, nuestro proyecto de «misión

lunar con energías limpias» había empezado a reactivar la economía,

generar empleo, desencadenar un incremento en la generación de energía de

origen solar y eólico, así como un salto en la eficiencia energética, además

de servir para movilizar todo un arsenal de nuevas tecnologías con el fin de

ayudar a combatir el cambio climático. Pronuncié discursos a lo largo y

ancho del país para explicar la importancia de todo esto. «¡Está

funcionando!», quise gritar. Pero aparte de los activistas ecologistas y las

empresas de energías limpias, parecía que a nadie le importaba. Estaba bien

saber que, como nos aseguró un ejecutivo, sin la Ley de Recuperación

«probablemente habría desaparecido toda la industria solar y eólica

estadounidense». Pero eso no impedía que me preguntase cuánto tiempo

podríamos seguir abanderando políticas que, a pesar de que daban

dividendos a largo plazo, no impedían que nos atizasen.

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