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Una-tierra-prometida (1)

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combustibles fósiles, algo que no lograríamos si no contábamos con

alternativas realistas.

Recordemos que, en 2009, los coches eléctricos aún eran una curiosidad.

Los fabricantes de paneles solares no se dirigían más que a un mercado de

nicho. Y la energía de origen solar y eólico constituía tan solo una pequeña

parte de la producción total de energía de Estados Unidos, debido tanto a

que aún era más costosa que la obtenida a partir de generadores de carbón y

de gas como a que había dudas legítimas sobre su fiabilidad cuando el sol

no brillaba o el viento no soplaba. Los expertos estaban convencidos de que

los costes seguirían cayendo a medida que entrase en funcionamiento un

mayor número de generadores de energía limpia y a medida que el

desarrollo de tecnologías para fabricar baterías más eficientes pudiese

solucionar el problema de la fiabilidad. Pero construir nuevas centrales

eléctricas requería ingentes cantidades de dinero, como también ocurría con

la I+D en energía, y ni los inversores privados ni las principales compañías

energéticas habían mostrado un gran interés en hacer lo que parecían

apuestas arriesgadas. Desde luego no entonces, cuando incluso las empresas

de energías limpias de mayor éxito hacían lo que podían para no echar el

cierre.

De hecho, prácticamente todas y cada una de las empresas de energías

renovables, desde los fabricantes de vehículos eficientes hasta los

productores de biocombustibles, se enfrentaban al mismo dilema: por muy

buena que fuese su tecnología, seguían teniendo que desenvolverse en una

economía que durante más de un siglo se había construido casi en su

totalidad en torno al petróleo, el gas y el carbón. Esta desventaja estructural

no era consecuencia exclusiva de las fuerzas del mercado. El Gobierno

federal, los estatales y los locales habían invertido billones de dólares —ya

fuese en forma de subsidios y exenciones de impuestos directos o mediante

la construcción de infraestructuras como oleoductos, autopistas y terminales

portuarias— en contribuir a mantener tanto un suministro continuado como

una demanda estable de combustibles fósiles baratos. Las empresas

petroleras estadounidenses estaban entre las corporaciones más rentables

del mundo, y a pesar de ello seguían recibiendo cada año millones de

dólares en exenciones de impuestos federales. Para tener posibilidades de

competir en igualdad de condiciones, el sector de las energías limpias

necesitaba un buen empujón.

Eso es lo que esperábamos que proporcionara la Ley de Recuperación.

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