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Una-tierra-prometida (1)

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energética que tocase todos los palos, lo que permitiría que prosiguiese la

producción doméstica de petróleo y gas mientras el país hacía la transición

a las energías limpias, así como que se destinasen fondos al etanol, las

tecnologías de carbón limpio y la energía nuclear; todas ellas posturas

impopulares entre los ecologistas pero de gran relevancia para los votantes

de los estados bisagra.

Mi discurso optimista sobre la transición indolora a un futuro sin carbón

provocó las quejas de algunos activistas contra el cambio climático.

Esperaban de mí que hiciese un llamamiento a un mayor sacrificio y a la

toma de decisiones más difíciles —incluida una moratoria sobre la

perforación para extraer petróleo y gas, o incluso su prohibición— para

hacer frente a una amenaza existencial. En un mundo perfectamente

racional, eso habría tenido sentido. En el mundo real y muy irracional de la

política estadounidense, mi equipo y yo estábamos bastante seguros de que

presentar escenarios apocalípticos era una mala estrategia electoral.

«¡No podemos hacer nada por proteger el medioambiente —gruñó

Plouffe cuando un grupo de activistas le preguntó al respecto— si perdemos

Ohio y Pensilvania!»

De hecho, con la economía cayendo en picado, la situación política en torno

al cambio climático empeoró tras las elecciones («A nadie le importan una

mierda los paneles solares cuando lo van a desahuciar de su casa», dijo Axe

sin rodeos), y en la prensa se especuló con que dejaríamos el asunto

discretamente en segundo plano. Supongo que el hecho de que eso ni se me

pasase por la cabeza da una idea tanto de lo engreído que era entonces

como de la importancia del tema. Le pedí a Rahm que diese al cambio

climático la misma prioridad que a la reforma sanitaria, y que empezase a

reunir un equipo capaz de hacer avanzar nuestra agenda.

Empezamos con buen pie cuando convencimos a Carol Browner —que

había dirigido la EPA durante la Administración Clinton— para que

ocupase el recién creado puesto de «zar climático», que coordinaría los

esfuerzos de las distintas agencias clave. Alta y esbelta, con una entrañable

combinación de energía nerviosa y resolutivo entusiasmo, Carol tenía un

profundo conocimiento de la cuestión, contactos en el Capitolio y

credibilidad ante todas las principales organizaciones ecologistas. Para

liderar la EPA, nombré a Lisa Jackson, una ingeniera química

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