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Una-tierra-prometida (1)

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Pero esos tiempos eran cosa del pasado. A medida que la base electoral del

Partido Republicano se había desplazado hacia el sur y hacia el oeste, donde

los esfuerzos conservacionistas del Gobierno federal desde hacía mucho

tiempo levantaban ampollas entre las compañías petroleras, las empresas

mineras, los promotores inmobiliarios y los rancheros, los republicanos

habían convertido la protección medioambiental en un frente más de la

guerra cultural entre los partidos. Los medios de comunicación

conservadores presentaban el cambio climático como un bulo dañino para

el empleo y difundido por ecologistas extremistas. Las grandes petroleras

destinaban millones de dólares a una red de centros de estudios y empresas

de relaciones públicas que se dedicaban a embrollar los datos en torno al

cambio climático. A diferencia de su padre, George W. Bush y miembros de

su Administración minimizaron activamente las pruebas de que el planeta

se estaba calentando y se negaron a participar en los intentos

internacionales de limitar la emisión de gases de efecto invernadero, a pesar

de que, durante la primera mitad de su presidencia, Estados Unidos ocupó

el primer lugar en la clasificación de los países emisores de dióxido de

carbono. En cuanto a los republicanos del Congreso, entre los activistas del

partido despertaba sospechas el mero hecho de reconocer que el cambio

climático debido a la acción humana era real; proponer modificaciones en

las políticas para lidiar con él podía llevar a que surgiese un rival en las

primarias del partido.

«Somos como demócratas contrarios al aborto —me dijo con tristeza un

antiguo colega republicano en el Senado que tenía un historial de

votaciones en principio favorables al medioambiente—. Pronto nos

habremos extinguido.»

Ante estas realidades, mi equipo y yo habíamos hecho todo lo posible por

destacar el asunto del cambio climático durante la campaña sin que ello nos

costase demasiados votos. Me posicioné desde el principio a favor de un

ambicioso sistema de «topes e intercambios» para reducir los gases de

efecto invernadero, aunque evité entrar en detalles que pudiesen

proporcionar a mis futuros rivales un suculento objetivo que atacar. En los

discursos, minimicé el conflicto entre las actuaciones contra el cambio

climático y el crecimiento económico, e insistí en señalar los beneficios no

medioambientales de mejorar la eficiencia energética, entre ellos la

posibilidad de, en última instancia, reducir nuestra dependencia respecto del

petróleo extranjero. Y, en un guiño al centro político, prometí una política

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