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Una-tierra-prometida (1)

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Era difícil predecir cuál sería el coste humano de una variación rápida del

clima. Pero los escenarios más optimistas incluían una infernal

combinación de graves inundaciones costeras, sequías, incendios forestales

y huracanes susceptibles de provocar el desplazamiento de millones de

personas y desbordar las capacidades de la mayoría de los gobiernos, lo

cual incrementaría a su vez el riesgo de conflictos globales y enfermedades

transmitidas por insectos. Cuando leía las publicaciones sobre el tema,

imaginaba caravanas de almas perdidas que vagaban por una tierra

cuarteada en busca de terrenos cultivables; que catástrofes de la magnitud

del huracán Katrina serían habituales en todos los continentes; que los

océanos se tragarían los países insulares. Me preguntaba qué sería de

Hawái, de los imponentes glaciares de Alaska o de la ciudad de Nueva

Orleans. Imaginaba a Malia, Sasha y a mis nietos viviendo en un mundo

más inhóspito y peligroso, despojado de muchos de los asombrosos paisajes

que yo había dado por descontado cuando era joven.

Decidí que, si aspiraba a liderar el mundo libre, debía hacer del cambio

climático una prioridad de mi campaña presidencial.

Pero ¿cómo? El cambio climático es uno de esos asuntos con los que a

los gobiernos se les da notablemente mal lidiar, que obligan a los políticos a

implantar medidas inmediatas disruptivas, costosas e impopulares para

evitar una crisis gradual en el futuro. La conciencia iba aumentando

lentamente gracias al trabajo de unos cuantos líderes visionarios, como el

exvicepresidente Al Gore, cuyos esfuerzos por educar al público sobre el

calentamiento global lo habían hecho merecedor del Premio Nobel de la

Paz y que seguía en activo en el combate para mitigar el cambio climático.

Los votantes más jóvenes y progresistas eran particularmente receptivos a

los llamamientos a actuar. Aun así, grupos de interés clave entre los

demócratas —en particular, los grandes sindicatos industriales— se

resistían a cualquier medida medioambiental que pudiese poner en riesgo

los puestos de trabajo de sus afiliados. Y en las encuestas que realizamos al

inicio de mi campaña, el votante demócrata medio situaba el cambio

climático casi en el último puesto entre sus preocupaciones.

Los votantes republicanos eran aún más escépticos. Hubo una época en

que el papel del Gobierno federal en la protección del medioambiente gozó

del apoyo de ambos partidos. Nixon trabajó con un Congreso demócrata

para crear en 1970 la Agencia de Protección Ambiental (EPA). George H.

W. Bush abanderó en 1990 un reforzamiento de la Ley de Aire Limpio.

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