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Una-tierra-prometida (1)

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—No tengo ninguna camisa elegante —respondí.

—Mejor. Solo polos y pantalones de sport .

—Entendido.

Contrariamente a la inquietud de Dan por que pudiera sentirme fuera de

lugar, lo que más me llamó la atención durante nuestros viajes fue lo

familiar que me resultaba todo, ya fuese una feria comarcal, un local

sindical o el porche de una granja familiar. En la manera en que la gente

describía a sus familias y sus trabajos; en su humildad y hospitalidad; en su

entusiasmo por el baloncesto de instituto; en la comida que servían, el pollo

frito, las alubias guisadas y los moldes de gelatina; en todo ello oía ecos de

mis abuelos, de mi madre, de la madre y el padre de Michelle. Los mismos

valores. Las mismas esperanzas y sueños.

Las excursiones pasaron a ser más esporádicas cuando nacieron mis

hijas. Pero la enseñanza sencilla y recurrente que me proporcionaron se me

quedó grabada. Fui consciente de que, mientras los residentes de mi distrito

en Chicago y los de los distritos al sur de la ciudad siguiesen siendo

extraños entre sí, nuestra política nunca cambiaría realmente. Siempre sería

demasiado fácil para los políticos alimentar los estereotipos que enfrentaban

a los negros contra los blancos, a los inmigrantes contra los nativos, los

intereses rurales contra los urbanos.

Si, por el contrario, una campaña lograse poner en entredicho las

premisas políticas dominantes sobre lo divididos que estábamos, quizá sería

posible construir un nuevo pacto entre ciudadanos. La vieja guardia ya no

tendría la capacidad de enfrentar a un grupo contra otro. Los parlamentarios

no se verían empujados a definir los intereses de sus electores —ni los

suyos propios— de una manera tan cicatera. Los medios de comunicación

tomarían nota del cambio y, a la hora de analizar un asunto, no se centrarían

en qué bando ganaba o perdía, sino en si se alcanzaban nuestros objetivos

comunes.

En última instancia, ¿acaso no era eso a lo que aspiraba yo: una política

que superase las divisiones raciales, étnicas y religiosas de la sociedad

estadounidense, y que trenzase las muchas fibras de mi propia vida? Quizá

pecase de ingenuo; quizá esas divisiones eran demasiado profundas. Pero,

por mucho que intentase convencerme a mí mismo, no conseguía sacudirme

la sensación de que era demasiado pronto para renunciar a mis convicciones

más profundas. Por mucho que intentaba convencerme de que la vida

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