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Una-tierra-prometida (1)

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La verdad es que agradecía que mis hijas no tuviesen reparos en señalar la

responsabilidad de los adultos que tenían a su alrededor a la hora de

contribuir a preservar la salud del planeta. Aunque he vivido toda mi vida

en ciudades, debo muchos de mis mejores recuerdos a la naturaleza. En

parte, esto se debe a haberme criado en Hawái, donde las caminatas por

frondosos bosques de montaña o las tardes surfeando olas de color turquesa

son un derecho inalienable, para cuyo disfrute bastaba con salir de casa:

placeres sin coste alguno, que no eran patrimonio exclusivo de nadie y

estaban al alcance de cualquiera. El tiempo que pasé en Indonesia,

corriendo entre los arrozales en bancales mientras los búfalos de agua

alzaban la vista para observarme con sus morros cubiertos de barro, había

reafirmado mi amor por los espacios abiertos, al que también contribuyeron

los viajes que hice antes de cumplir los treinta, una época durante la que —

gracias a que estaba libre de ataduras y no tenía problema con los

alojamientos baratos— tuve ocasión de recorrer los Apalaches a pie,

descender en canoa por el Mississippi y ver el amanecer en el Serengueti.

Mi madre reforzó esta afinidad por la naturaleza. En la grandeza de su

diseño —el esqueleto de una hoja, el ajetreo de un hormiguero, el

resplandor de una luna blanca como la nieve—, experimentaba ella el

asombro y la humildad que otros reservaban para el culto religioso, y

cuando éramos jóvenes, nos instruía a Maya y a mí sobre el daño que los

humanos eran capaces de infligir cuando construían ciudades, perforaban en

busca de petróleo o tiraban la basura sin el debido cuidado. («¡Recoge el

envoltorio del caramelo, Bar!») Además, nos mostraba cómo los costes de

esos daños recaían casi siempre sobre los pobres, que no podían elegir

dónde vivir ni tenían la posibilidad de protegerse del aire y el agua

contaminados.

Pero aunque mi madre fuese una ecologista de corazón, no recuerdo que

nunca se aplicase ese término a sí misma. Creo que el motivo era que había

pasado la mayor parte de su carrera trabajando en Indonesia, donde los

peligros de la contaminación palidecían en comparación con otros riesgos

más inmediatos, como el hambre. Para millones de campesinos necesitados

en los países en desarrollo, disponer de un generador eléctrico de carbón o

la construcción de una nueva fábrica con toda su humareda a menudo

representaban la mejor oportunidad a su alcance para incrementar sus

ingresos y evitar el extenuante trabajo físico. Para ellos, preocuparse por

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