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Una-tierra-prometida (1)

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amenazando a sus homólogos rusos y chinos. McFaul, Burns y Samore

ofrecieron un apoyo estratégico y técnico fundamental, ayudándonos a

derribar o evitar todas las barreras que presentaban los negociadores rusos y

chinos. Y mi relación con Medvédev resultó decisiva para lograr que

finalmente se impusieran las sanciones. En paralelo a cualquier cumbre

internacional, reservábamos un momento para resolver los asuntos en los

que se habían atascado las negociaciones. A medida que nos acercábamos

al voto del Consejo de Seguridad, parecía que hablábamos por teléfono

todas las semanas («Nos están empezando a doler las orejas», bromeó

después de una sesión maratónica). Una y otra vez, Medvédev terminaba

yendo más allá de lo que Burns o McFaul habían creído posible

considerando los antiguos lazos entre Moscú e Irán o los millones que los

fabricantes de armas rusos, tan bien conectados, iban a perder si las

sanciones entraban en vigor. El 9 de junio, la fecha en que tenía que votar el

Consejo de Seguridad, Medvédev nos sorprendió una vez más anunciando

la cancelación de la venta de misiles S-300 a Irán, lo que representó un

cambio no solo con respecto a su postura anterior, sino también a la de

Putin. Para paliar parte de las pérdidas de Rusia, accedimos a levantar

algunas de las sanciones impuestas a varias empresas rusas que habían

vendido armas a Irán. También me comprometí a acelerar las negociaciones

para la retrasada incorporación de Rusia a la Organización Mundial del

Comercio. Aun así, al alinearse con nosotros en contra de Irán, Medvédev

se mostró dispuesto a arriesgar su presidencia con una relación más cercana

a Estados Unidos; una señal promisoria de cara a futuras colaboraciones en

el resto de nuestras prioridades internacionales, «siempre y cuando Putin no

le corte las piernas», le dije a Rahm.

La aprobación de las sanciones, la firma del Nuevo Tratado de Reducción

de Armas Estratégicas y ciertos movimientos de China para mejorar sus

prácticas comerciales no se podían considerar victorias que cambiaran el

mundo. Sin duda, ninguna de ellas me hacía merecedor del Premio Nobel;

aunque si hubieran sucedido ocho o nueve meses antes, me habría sentido

un poco menos avergonzado de recibir el premio. Todo ello era como

mucho los cimientos, pasos en un largo e inexplorado camino. ¿Podíamos

construir un futuro sin armas nucleares? ¿Conseguiríamos impedir una

nueva guerra en Oriente Medio? ¿Había alguna manera de coexistir

pacíficamente con nuestros enemigos más poderosos? Nadie tenía la

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