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Una-tierra-prometida (1)

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cambio, como mínimo iguales a sus antiguos colonizadores, y sentían que

sus sueños ya no estaban limitados por la geografía o la raza.

En mi opinión, eso era algo bueno, una prolongación de la fe de Estados

Unidos en la dignidad de todos los pueblos, y el cumplimiento de la

promesa que tiempo atrás habíamos hecho al mundo: sigan nuestro ejemplo,

liberalicen sus economías y tal vez su Gobierno y ustedes mismos se

beneficien de nuestra prosperidad. Al igual que Japón y Corea del Sur, cada

vez había más países del ASEAN que confiaban en nosotros. Parte de mi

trabajo como presidente de Estados Unidos consistía en asegurarme de que

jugaran limpio; de que sus mercados estuvieran igual de abiertos a nosotros

como los nuestros lo estaban a los suyos, que su constante desarrollo no se

basara en la explotación de sus trabajadores o en la destrucción del

medioambiente. Mientras compitieran con nosotros en igualdad de

condiciones, consideraba que el progreso del sudeste asiático era algo que

Estados Unidos debía celebrar, no temer. Ahora me pregunto si eso era lo

que los críticos conservadores encontraban más censurable de mi política

exterior, el motivo por el que algo tan simple como una reverencia al

emperador de Japón podía desencadenar semejante ira: yo no me sentía

amenazado, como ellos, por la idea de que el resto del mundo nos estuviera

alcanzando.

Shangai —nuestra primera parada en China— era como un Singapur con

esteroides. Visualmente estaba a la altura de las expectativas, una extensa y

moderna metrópolis con veinte millones de ruidosas almas, cada centímetro

rebosante de comercio, tráfico, grúas de construcción. Enormes cargueros y

barcazas repletas de bienes destinados a los mercados del mundo se

deslizaban de arriba abajo por el Huangpú. Una multitud recorría el amplio

paseo junto al río, deteniéndose de vez en cuando para admirar los

rascacielos futuristas que se extendían en todas las direcciones y que por la

noche se iluminaban como Las Vegas Strip. En un decorado salón de

fiestas, el alcalde de la ciudad —una joven promesa del Partido Comunista

que, con su traje a medida y su vivaz sofisticación, me recordaba de algún

modo a Dean Martin— organizó un fabuloso almuerzo entre nuestra

delegación y empresarios chinos y estadounidenses, con exquisitos

manjares y vinos a la altura de los que se servirían en una boda de lujo en el

Ritz. Reggie Love, mi guardaespaldas permanente, estaba impresionado por

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