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Una-tierra-prometida (1)

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mi huella en el mundo, pero sí al menos del empeño de que tenía que ser en

un escenario más grande. Lo que tal vez empezó siendo una especie de

resignación ante los límites que el destino me había impuesto acabó

transformándose en algo más parecido a gratitud por la generosidad con la

que me había tratado.

Pero había dos cosas que me impedían cortar por lo sano con la política.

En primer lugar, los demócratas de Illinois habían conseguido el derecho a

supervisar el rediseño de los mapas de distritos del estado para reflejar los

nuevos datos del censo del año 2000, gracias a una peculiaridad de la

Constitución estatal que establecía que la disputa entre la Cámara de

Representantes, controlada por los demócratas, y el Senado republicano

debía zanjarse sacando una papeleta con un nombre de uno de los viejos

sombreros de copa de Abraham Lincoln. Con ello los demócratas podrían

revertir la manipulación que los republicanos habían puesto en práctica a lo

largo de la década anterior, y así incrementar de manera extraordinaria las

posibilidades de lograr la mayoría en el Senado tras las elecciones de 2002.

Sabía que, con una legislatura más, tendría por fin ocasión de aprobar

algunos proyectos de ley, de conseguir algo sustancial para la gente a la que

representaba y quizá de concluir mi carrera política con mejor sabor de

boca.

El segundo factor era más una intuición que un hecho. Desde mi elección

había procurado dedicar unos cuantos días cada verano a visitar a diversos

colegas en sus respectivos distritos a lo largo y ancho de Illinois. Por lo

general viajaba con mi ayudante principal en el Senado, Dan Shomon, un

antiguo periodista de United Press International con gafas gruesas, energía

inagotable y una voz atronadora. Echábamos en la parte trasera de mi Jeep

nuestros palos de golf, un mapa y un par de mudas de ropa y partíamos

hacia el sur o el oeste, para acabar llegando a Rock Island o Pinckneyville,

Alton o Carbondale.

Dan era mi asesor político clave, un buen amigo y el compañero ideal

para un viaje por carretera: era de fácil conversación, no le incomodaba en

absoluto el silencio y compartía conmigo la costumbre de fumar en el

coche. Además, poseía un conocimiento enciclopédico de la política del

estado. La primera vez que hicimos un viaje de ese tipo, noté que le

preocupaba un poco cómo reaccionaría la gente de la región al sur de

Chicago ante un abogado negro de la ciudad cuyo nombre sonaba a árabe.

—Nada de camisas elegantes —me instruyó antes de salir.

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