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Una-tierra-prometida (1)

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color crema y escasamente decorada siguiendo el tradicional estilo japonés,

y durante el té me preguntaron por Michelle, las niñas, y mi opinión sobre

las relaciones entre Estados Unidos y Japón. Sus modales eran tan formales

como discretos, las voces como el suave sonido de la lluvia, y me descubrí

intentando imaginar cómo sería la vida del emperador. ¿Cómo era haber

nacido de un padre considerado un dios, y haber sido obligado a asumir un

trono en gran medida simbólico, décadas después de que el Imperio japonés

sufriera su intensa derrota? La historia de la emperatriz me resultaba incluso

más interesante: hija de un próspero industrial, educada en escuelas

católicas y licenciada en literatura inglesa, había sido la primera plebeya en

casarse con un miembro de la familia imperial en los dos mil seiscientos

años de historia del Trono del Crisantemo; hecho que la convertía en una

figura muy querida para el público japonés pero que provocaba tensiones

con su familia política. Como regalo de despedida, la emperatriz me entregó

una pieza para piano que ella había escrito, explicándome con una

sorprendente franqueza cómo su amor por la música y la poesía la habían

ayudado a superar momentos de soledad.

Más tarde me enteré de que mi sencilla reverencia a los envejecidos

anfitriones japoneses había puesto nerviosos a los comentaristas

conservadores en casa. Un oscuro bloguero lo llamó «traición», y los

grandes medios recogieron y amplificaron sus palabras. Al ver todo aquello,

me imaginé al emperador sepultado en sus obligaciones ceremoniales y a la

emperatriz, con su bien llevada belleza anciana y su sonrisa satinada de

melancolía, y me pregunté en qué momento exacto una porción

considerable de la derecha en Estados Unidos se había vuelto tan temerosa

e insegura que había perdido completamente el juicio.

De Tokio viajé a Singapur para reunirme con los mandatarios de los diez

países del ASEAN. Mi asistencia no estaba libre de posibles controversias:

Myanmar, uno de los miembros del ASEAN, llevaba más de cuarenta años

gobernado por una junta militar cruel y represora, y tanto el presidente

Clinton como el presidente Bush habían rechazado las invitaciones a

reunirse con el grupo mientras Myanmar formara parte de él. Para mí, en

cambio, no tenía mucho sentido distanciarse de nueve países para mostrar

desaprobación a uno solo, sobre todo considerando que Estados Unidos

mantenía buenas relaciones con varios países del ASEAN que difícilmente

podrían considerarse modelos de virtud democrática, incluidos Singapur,

Vietnam y Brunéi. Estados Unidos había impuesto duras sanciones a

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