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Una-tierra-prometida (1)

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islas pequeñas pero estratégicas en el mar del Sur de China. Los

diplomáticos estadounidenses informaban de una creciente animadversión

contra esas tácticas de mano dura, y el deseo de una presencia

estadounidense más permanente como contrapeso al poder chino.

Para aprovechar esa brecha, agendamos reuniones en Japón y Corea del

Sur, al igual que en Singapur con los diez países que formaban la

Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN, por sus siglas en

inglés). Sobre la marcha, anuncié mi intención de recoger la batuta de un

ambicioso y nuevo acuerdo comercial entre Estados Unidos y Asia que la

Administración Bush había empezado a negociar, haciendo énfasis en

asegurar las condiciones laborales y medioambientales aplicables que los

demócratas y los sindicatos habían apuntado que faltaban en acuerdos

anteriores, como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.

Explicamos a la prensa que el objetivo general de lo que más tarde

llamamos «el giro hacia Asia» no era contener a China ni asfixiar su

crecimiento, sino más bien reafirmar los lazos de Estados Unidos con la

región y fortalecer el marco legal internacional que había permitido que los

países de la región Asia-Pacífico —incluida China— hubieran realizado

semejante progreso en tan poco tiempo.

Dudaba que los chinos lo vieran de esa manera.

Habían pasado más de veinte años desde la última vez que había viajado a

Asia. Nuestro recorrido de siete días empezó en Tokio, donde di un discurso

sobre el futuro de la alianza Estados Unidos-Japón y me reuní con el primer

ministro Yukio Hatoyama para discutir sobre la crisis económica, Corea del

Norte y la propuesta de relocalizar la base de la marina de Estados Unidos

en Okinawa. Agradable, aunque un poco torpe, Hatoyama era el cuarto

primer ministro japonés en menos de tres años, y el segundo desde que yo

había asumido el cargo; síntoma de la política rígida y sin dirección que

había asolado a Japón durante la mayor parte de la última década. Siete

meses más tarde había dejado el cargo.

La breve visita al emperador Akihito y a la emperatriz Michiko en el

Palacio Imperial me dejó una impresión más duradera. Diminutos y con

setenta y tantos años, me recibieron con un inglés impecable, él vestido con

un traje occidental y ella con un kimono de brocado de seda. Hice una

reverencia en señal de respeto. Me guiaron hacia una sala de recepción de

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