Una-tierra-prometida (1)
a través de cartas escritas con vehemencia, o mediante la cancelación dereuniones bilaterales, pero sin dejar que las cosas se agravaran tanto comopara impedir que continuara el flujo de buques de carga repletos dezapatillas deportivas, aparatos electrónicos y repuestos de coches fabricadosen China, que entraran en los puertos estadounidenses y llegaran hasta elúltimo Walmart.La paciencia estratégica había ayudado a China a administrar susrecursos y evitar costosos riesgos en el extranjero. También a ocultar elmodo en que de forma sistemática había continuado eludiendo, forzando orompiendo casi todas las reglas del comercio internacional en su «pacíficoascenso». Durante años empleó tanto subsidios estatales como lamanipulación de la moneda y el dumpling comercial para bajarartificialmente el precio de sus exportaciones y debilitar las operaciones defabricantes en Estados Unidos. Su indiferencia por los sindicatos y losestándares medioambientales sirvieron al mismo objetivo. Por otra parte,utilizó barreras no arancelarias como cuotas o embargos, se involucró en elrobo de propiedad intelectual estadounidense y presionó de manerareiterada a compañías de nuestro país con negocios en China para queentregaran tecnología clave que ayudó a acelerar su ascenso en la cadena desuministros global.Nada de todo eso era exclusivo de China. Prácticamente todos los paísesricos, de Estados Unidos a Japón, en distintas fases de su desarrollo habíanutilizado estrategias mercantiles para impulsar sus economías. Y desde laperspectiva china, no se podían criticar los resultados: solo una generacióndespués de que millones de personas murieran en una hambruna masiva,China se había convertido en la tercera economía mundial, responsable decasi la mitad de la producción de acero del mundo, del 20 por ciento de susmanufacturas y del 40 por ciento de la ropa que se compra en EstadosUnidos.Lo que sí sorprendía era la débil respuesta de Washington. A principiosde la década de 1990, algunos líderes de sindicatos habían hecho sonar laalarma sobre crecientes prácticas de comercio injusto en China, y se habíantopado con muchos demócratas en el Congreso, particularmente de losestados del «cinturón industrial», dispuestos a defender la causa. El PartidoRepublicano también tenía su cuota de crítica a China, una mezcla entrepopulistas tipo Pat Buchanan, comprometidos con lo que consideraban lalenta rendición de Estados Unidos ante un poder extranjero, y de
envejecidos halcones de la Guerra Fría que seguían preocupados por elavance del comunismo ateo.Pero a medida que la globalización empezó a funcionar a toda marchadurante los años de Clinton y Bush, esas voces se vieron en minoría. Habíademasiado dinero en juego. A las corporaciones estadounidenses y a susaccionistas les encantaba la reducción de costes laborales y las gananciasque subían como la espuma a consecuencia de haber desplazado laproducción a China. A los granjeros estadounidenses les entusiasmaban losnuevos clientes chinos que compraban su soja y sus cerdos. A las firmas deWall Street les agradaban los grupos de multimillonarios chinos que queríaninvertir su repentina riqueza, y también al montón de abogados, consultoresy grupos de interés que ofrecían sus servicios al creciente comercio entreEstados Unidos y China. A pesar de que la mayoría de los congresistasdemócratas seguían disgustados con las prácticas comerciales chinas, y deque la Administración Bush presentó un puñado de quejas contra China enla Organización Mundial del Comercio, en la época en la que asumí elcargo ya existía un áspero consenso entre las élites que conformaban lapolítica exterior estadounidense y los grandes donantes de los partidos: másque empeñarse en el proteccionismo, Estados Unidos debía seguir elejemplo chino. Si queríamos conservar el primer puesto, teníamos quetrabajar más, ahorrar más dinero y enseñarles a nuestros hijos másmatemáticas, ciencias, ingeniería y mandarín.Mis opiniones sobre China no encajaban del todo en ningún bando. Nocompartía la instintiva oposición al libre mercado de mis votantessindicalizados, ni tampoco creía que pudiéramos revertir del todo laglobalización, de la misma manera en que era imposible cerrar internet.Pensaba que Clinton y Bush habían hecho lo correcto al promover laintegración de China a la economía mundial; la historia revelaba que unaChina caótica e improvisada representaba una amenaza mayor para EstadosUnidos que una China próspera. Consideraba que su éxito al haber sacado acientos de millones de personas de la pobreza extrema era un gigantescoavance para la humanidad.Aun así, era cierto que la estrategia china en el sistema de comerciointernacional con frecuencia se había desarrollado a expensas de EstadosUnidos. Tal vez la automatización y la robótica avanzada habían sido losprincipales responsables de la pérdida de puestos de trabajo en las fábricasestadounidenses, pero las prácticas chinas —con la ayuda de la
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envejecidos halcones de la Guerra Fría que seguían preocupados por el
avance del comunismo ateo.
Pero a medida que la globalización empezó a funcionar a toda marcha
durante los años de Clinton y Bush, esas voces se vieron en minoría. Había
demasiado dinero en juego. A las corporaciones estadounidenses y a sus
accionistas les encantaba la reducción de costes laborales y las ganancias
que subían como la espuma a consecuencia de haber desplazado la
producción a China. A los granjeros estadounidenses les entusiasmaban los
nuevos clientes chinos que compraban su soja y sus cerdos. A las firmas de
Wall Street les agradaban los grupos de multimillonarios chinos que querían
invertir su repentina riqueza, y también al montón de abogados, consultores
y grupos de interés que ofrecían sus servicios al creciente comercio entre
Estados Unidos y China. A pesar de que la mayoría de los congresistas
demócratas seguían disgustados con las prácticas comerciales chinas, y de
que la Administración Bush presentó un puñado de quejas contra China en
la Organización Mundial del Comercio, en la época en la que asumí el
cargo ya existía un áspero consenso entre las élites que conformaban la
política exterior estadounidense y los grandes donantes de los partidos: más
que empeñarse en el proteccionismo, Estados Unidos debía seguir el
ejemplo chino. Si queríamos conservar el primer puesto, teníamos que
trabajar más, ahorrar más dinero y enseñarles a nuestros hijos más
matemáticas, ciencias, ingeniería y mandarín.
Mis opiniones sobre China no encajaban del todo en ningún bando. No
compartía la instintiva oposición al libre mercado de mis votantes
sindicalizados, ni tampoco creía que pudiéramos revertir del todo la
globalización, de la misma manera en que era imposible cerrar internet.
Pensaba que Clinton y Bush habían hecho lo correcto al promover la
integración de China a la economía mundial; la historia revelaba que una
China caótica e improvisada representaba una amenaza mayor para Estados
Unidos que una China próspera. Consideraba que su éxito al haber sacado a
cientos de millones de personas de la pobreza extrema era un gigantesco
avance para la humanidad.
Aun así, era cierto que la estrategia china en el sistema de comercio
internacional con frecuencia se había desarrollado a expensas de Estados
Unidos. Tal vez la automatización y la robótica avanzada habían sido los
principales responsables de la pérdida de puestos de trabajo en las fábricas
estadounidenses, pero las prácticas chinas —con la ayuda de la