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Una-tierra-prometida (1)

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mencionó el incidente cuando nos sentamos más tarde en nuestro encuentro

oficial con el presidente Hu Jintao y el resto de la delegación china.

Teníamos demasiados temas que resolver con los chinos —y les habíamos

espiado también lo suficiente— como para armar un escándalo.

Aquello resumía prácticamente el estado de las relaciones entre Estados

Unidos y China en ese momento. En la superficie, la relación que habíamos

heredado parecía más o menos estable, sin las notorias peleas diplomáticas

que habíamos visto con los rusos. Nada más llegar, Tim Geithner y Hillary

Clinton se reunieron en repetidas ocasiones con sus pares chinos y

formalizaron un grupo de trabajo para resolver varios asuntos bilaterales.

En las reuniones que había tenido con el presidente Hu durante el G20 de

Londres, habíamos hablado de formular políticas beneficiosas para ambos

países. Pero por debajo de la elegancia diplomática acechaban tensiones y

desconfianzas que se habían cocinado lentamente, no solo en temas

concretos como el comercio o el espionaje, también en torno a dudas

fundamentales sobre lo que implicaba el resurgir de China para el orden

internacional y la posición de Estados Unidos en el mundo.

El hecho de que China y Estados Unidos hubieran conseguido evitar el

conflicto directo durante más tres décadas no era solo una cuestión de

suerte. Desde el comienzo de las reformas económicas chinas y la decisiva

apertura a Occidente en la década de 1970, el Gobierno chino había seguido

fielmente el consejo de Deng Xiaoping: «No muestres tu fuerza y espera tu

momento». Priorizó la industrialización al cuantioso desarrollo militar.

Invitó a las empresas estadounidenses que buscaban mano de obra barata a

que trasladaran sus operaciones a China, y trabajó con las sucesivas

administraciones estadounidenses para que le ayudaran a ingresar como

miembro a la Organización Mundial del Comercio en 2001, lo que más

tarde le dio a China un mayor acceso a los mercados de Estados Unidos.

Pero aunque el Partido Comunista chino mantenía un férreo control de la

política del país, no hacía ningún esfuerzo por exportar su ideología. China

realizaba negocios comerciales con cualquier país, ya fueran democracias o

dictaduras, jactándose de no juzgar el modo en que manejaban sus asuntos

internos. Podía mostrarse agresiva cuando sentía que se desafiaban sus

reclamos territoriales, y se enfurecía ante las críticas de Occidente sobre

derechos humanos. Pero incluso en focos puntuales de tensión como la

venta de armas de Estados Unidos a Taiwán, los funcionarios chinos

hicieron todo lo posible por ritualizar las disputas, manifestando su disgusto

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