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Una-tierra-prometida (1)

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—Todavía no sé —le dije—. Parece que evitar una guerra es más difícil

que empezarla.

Siete semanas más tarde, el Air Force One aterrizaba en Pekín para mi

primera visita oficial a China. Se nos ordenó que dejáramos todos los

aparatos electrónicos no gubernamentales en el avión y que nos

comportáramos dando por descontado que todas nuestras comunicaciones

estaban siendo monitoreadas.

La capacidad de vigilancia china era impresionante, incluso estando al

otro lado del océano. Durante la campaña habían hackeado los sistemas de

nuestros ordenadores en la sede principal. (Lo consideré un signo positivo

de mis posibilidades en las elecciones.) Su habilidad para convertir de

forma remota cualquier teléfono en una grabadora era una de las principales

razones por las que habían modificado mi BlackBerry. Para hacer llamadas

relacionadas con asuntos de seguridad nacional desde el hotel, tenía que ir a

una suite al final del pasillo en la que había una sala de información

sensible compartimentada; una gran tienda azul ubicada en el centro de la

habitación que resonaba con un inquietante y psicodélico zumbido diseñado

para bloquear cualquier aparato de escucha cercano. Algunos miembros de

nuestro equipo se vestían e incluso se duchaban a oscuras para evitar las

cámaras escondidas que, asumíamos, estaban estratégicamente colocadas en

cada habitación. (Marvin, por su parte, se empeñó en andar desnudo por su

habitación con las luces encendidas, aunque no quedaba claro si lo hacía

por orgullo o como protesta.)

De cuando en cuando, el descaro de la inteligencia china rozaba lo

cómico. En cierto momento, mi secretario de Comercio, Gary Locke, iba

camino a una sesión de preparación cuando se dio cuenta de que se había

olvidado algo en la habitación. Al abrir la puerta, descubrió a un par de

empleadas del hotel haciendo la cama mientras dos caballeros de traje

hojeaban cuidadosamente los papeles de su escritorio. Cuando Gary les

preguntó qué hacían, los hombres pasaron a su lado sin decir ni una palabra

y desaparecieron. Las dos mujeres no alzaron la mirada ni un instante, se

limitaron a seguir con lo suyo y cambiaron las toallas del baño como si

Gary fuese invisible. Su relato provocó una serie de sacudidas de cabeza y

risas en nuestro equipo, y estoy seguro de que alguien del último eslabón de

la cadena diplomática presentó finalmente una queja formal. Pero nadie

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