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Una-tierra-prometida (1)

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interés de Irán por proteger sus actividades tanto de la detección como del

ataque, características incompatibles con un plan civil. Le dije a Medvédev

que le mostrábamos las pruebas primero a ellos, antes de hacerlas públicas,

porque la época de las medias tintas había terminado. Las alternativas de

una solución diplomática con Irán probablemente se esfumarían si Rusia no

apoyaba una respuesta internacional contundente.

Al parecer nuestra presentación inquietó a los rusos. En vez de intentar

defender las acciones de Irán, Medvédev manifestó su desilusión con el

régimen y reconoció la necesidad de reajustar la posición del grupo P5+1 al

respecto. Después de nuestra reunión, en las declaraciones públicas incluso

fue más allá al decir ante la prensa que «las sanciones rara vez producen

resultados productivos [...] pero en algunos casos son inevitables». Para

nosotros, la declaración fue una agradable sorpresa, pues confirmaba

nuestra sensación cada vez mayor de confianza en Medvédev como socio.

Decidimos no revelar la existencia de la instalación en Qom durante la

reunión del Consejo de Seguridad de la ONU sobre temas de seguridad

nuclear que yo debía presidir, aunque el icónico marco habría servido muy

bien de escenario. Necesitábamos tiempo para informar minuciosamente a

la IAEA y a los demás miembros del P5+1. También queríamos evitar

ciertas similitudes con la dramática —y al final desacreditada—

presentación al Consejo de Seguridad por el uso de armas de destrucción

masiva de Irak que había hecho Colin Powell en vísperas de la guerra de

Irak. En vez de eso, le dimos la noticia a The New York Times justo antes de

la reunión de líderes del G20 que se celebraría en Pittsburgh.

El efecto fue electrizante. Los reporteros especularon sobre la posibilidad

de que Israel lanzara sus misiles sobre Qom. Los miembros del Congreso

pidieron acciones inmediatas. En una conferencia de prensa junto al

presidente francés Sarkozy y el primer ministro británico Brown, hice

hincapié en la necesidad de una respuesta internacional contundente, pero

me abstuve de especificar las sanciones para evitar comprometer a

Medvédev antes de que pudiera discutir la cuestión con Putin. Asumiendo

que podíamos mantener el compromiso con él, solo nos quedaba un único

obstáculo diplomático importante que resolver: convencer al escéptico

Gobierno chino para que votara a favor de las sanciones contra uno de sus

principales proveedores de petróleo.

—¿Qué opciones hay de que eso ocurra? —me preguntó McFaul.

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