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Una-tierra-prometida (1)

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Después de que Bobby Rush me vapuleara, me concedí unos meses para

lamentarme y lamerme las heridas antes de revisar mis prioridades y

ponerme manos a la obra. Le dije a Michelle que tenía que implicarme más

en nuestra relación. Estábamos esperando otro bebé, y aunque yo seguía

pasando fuera de casa más tiempo del que ella habría querido, al menos se

daba cuenta de que me estaba esforzando. Planifiqué mis reuniones en

Springfield de tal manera que pudiésemos cenar juntos más a menudo.

Intenté ser más puntual y estar más presente. Y el 10 de junio de 2001, poco

menos de tres años después del nacimiento de Malia, experimentamos la

misma explosión de felicidad —el mismo asombro absoluto— cuando llegó

Sasha, tan rolliza y adorable como lo había sido su hermana, con una mata

de rizos negros a los que era imposible resistirse.

Durante los dos años siguientes llevé una vida más apacible, repleta de

pequeñas satisfacciones, contento con el equilibrio que parecía haber

alcanzado. Disfruté embutiendo a Malia en sus primeras mallas de ballet o

tomándola de la mano cuando paseábamos por el parque; viendo cómo la

pequeña Sasha no paraba de reír cuando le mordisqueaba los pies;

escuchando la lenta respiración de Michelle, con su cabeza apoyada en mi

hombro, mientras se dejaba vencer por el sueño a mitad de una película

clásica. Volví a implicarme en el trabajo en el Senado y disfruté del tiempo

que pasaba con mis alumnos de la Facultad de Derecho. Analicé con

detenimiento las cuentas familiares y elaboré un plan para saldar nuestras

deudas. Inmerso en los ritmos más pausados de mi trabajo y en los placeres

de la paternidad, empecé a plantearme mis opciones para una vida después

de la política: quizá dar clases y escribir a tiempo completo, o volver a

ejercer la abogacía, o buscar trabajo en alguna fundación benéfica local,

como mi madre había imaginado para mí.

Dicho de otro modo, tras mi malhadada candidatura al Congreso

experimenté cierta sensación de liberación, puede que no del deseo de dejar

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