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Una-tierra-prometida (1)

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Como siempre, mi madre albergaba la tranquilizadora certeza de que, a

pesar de los impulsos primarios de la humanidad, la razón, la lógica y el

progreso finalmente prevalecían. Después de nuestra conversación, me

imaginaba los tejemanejes en la ONU como un episodio de Star Trek , con

estadounidenses, rusos, escoceses, africanos y vulcanos explorando juntos

las estrellas. O como la atracción «Qué pequeño es el Mundo» en

Disneylandia, donde unos niños de cara redonda, con distintos tonos de piel

y coloridos disfraces cantan juntos una alegre canción. Más tarde, mis

deberes me obligaron a leer la carta fundacional de la ONU de 1945 y me

impresionó hasta qué punto su misión coincidía con el optimismo de mi

madre: «Salvar a las próximas generaciones del flagelo de la guerra»;

«reafirmar la fe como uno de los derechos humanos fundamentales»;

«establecer las condiciones en las cuales se pueda mantener la justicia y el

respeto a las obligaciones derivadas de los tratados y otras fuentes del

derecho internacional»; «promover el progreso social y mejores patrones de

vida en condiciones de mayor libertad».

No hace falta decir que la ONU no siempre ha respondido a esas nobles

intenciones. Al igual que su desafortunada antecesora, la Liga de Naciones,

la organización tenía la fuerza que sus miembros más poderosos permitían

que tuviera. Cualquier acción importante requería del consenso de los cinco

miembros permanentes del Consejo de Seguridad —Estados Unidos, la

Unión Soviética (más tarde Rusia), Reino Unido, Francia y China—, todos

ellos con capacidad de veto absoluto. Durante la Guerra Fría, cualquier

posibilidad de consenso era mínima, razón por la cual la ONU no hizo nada

cuando los tanques rusos entraron en Hungría o los aviones de Estados

Unidos arrojaron bombas napalm sobre el campo vietnamita.

Incluso después de la Guerra Fría, las divisiones en el Consejo de

Seguridad continuaron paralizando la capacidad de la ONU para afrontar

problemas. Los estados miembro no tenían los medios o la voluntad

colectiva para reconstruir países debilitados como Somalia, o prevenir

masacres étnicas en lugares como Sri Lanka. Sus misiones de paz, que

dependían de la contribución de soldados voluntarios por parte de los países

miembro, se encontraban constantemente escasas de personal y mal

equipadas. A ratos la Asamblea General degeneraba en un foro para el

postureo, la hipocresía y las condenas unilaterales a Israel. Más de una

agencia de la ONU se vio involucrada en escándalos de corrupción,

mientras dictaduras feroces como la de Jamenei en Irán y la de Ásad en

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