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Una-tierra-prometida (1)

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Volví a encontrarme con Medvédev a finales de septiembre, cuando muchos

jefes de Estado y gobernantes de todo el mundo se reunieron en Manhattan

para la sesión anual de apertura de la Asamblea General de las Naciones

Unidas. La llamábamos «la semana AGNU», y para mí y el equipo de

política exterior implicaba una extenuante carrera de obstáculos de setenta y

dos horas. Con las carreteras cortadas y la seguridad en estado de alerta, el

tráfico de Nueva York era aún más horroroso de lo normal, incluso para la

comitiva presidencial. Prácticamente cada líder extranjero solicitaba

reunirse conmigo, o como mínimo una foto para la prensa de su país. Hubo

una mesa redonda con el secretario general de la ONU, reuniones a las que

acudir, almuerzos a los que atender, recepciones que hospedar, causas que

defender, negociaciones que supervisar y múltiples discursos que debía

redactar (incluido uno antes de la Asamblea General, una especie de

discurso del estado de la Unión mundial que, en los ocho años que llevaba

trabajando con Ben, nunca imaginamos que terminaríamos de escribir

quince minutos antes de empezar a pronunciarlo).

A pesar del horario descabellado, ver la sede central de la ONU —el

edificio principal es un elevado monolito blanco con vistas al East River—

siempre me ponía de un humor optimista, ilusionado. Atribuía eso a mi

madre. Recuerdo que de niño, con nueve o diez años, le pregunté por la

ONU y ella me explicó que después de la Segunda Guerra Mundial, los

líderes de todo el mundo habían acordado que hacía falta un lugar en el que

la gente de distintos países pudiera reunirse para resolver sus diferencias de

forma pacífica.

«Los seres humanos no son muy distintos de los animales, Bar —me dijo

—, nos atemoriza lo que no conocemos. Cuando las personas nos dan

miedo y nos sentimos amenazados, es más fácil provocar guerras y hacer

cosas estúpidas. Las Naciones Unidas son una vía para que los países se

conozcan y se familiaricen entre sí, y ya no sientan tanto miedo.»

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