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Una-tierra-prometida (1)

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Cuando finalmente me levanté para hablar, felicité a las personas en la

sala por su valor y dedicación y les urgí a centrarse no solo en la

democracia y los derechos civiles sino también en estrategias concretas que

generaran trabajos, educación, salud pública y una vivienda digna. Al

dirigirme a los rusos de la sala, les dije que Estados Unidos no podía ni

debía luchar sus batallas por ellos, que estaba en sus manos determinar el

futuro de Rusia, pero añadí también que les apoyaría, firme en mi

convicción de que todas las personas aspiran a los principios de los

derechos humanos, el imperio de la ley y el autogobierno.

La sala estalló en un aplauso. McFaul sonrió. Me sentí alegre de haber

podido elevar el ánimo, aunque fuera durante un breve instante, a toda

aquella buena gente que hacía un trabajo tan duro y en ocasiones tan

peligroso. Estaba convencido de que hasta en Rusia valdría la pena a la

larga, pero aun así no me podía sacar de encima el miedo de que la manera

de hacer las cosas de Putin tuviera más fuerza e ímpetu del que me atrevía a

admitir, que en el mundo tal y como era, muchos de esos esperanzados

activistas podían acabar pronto marginados o aplastados por su propio

Gobierno, y que yo podía hacer muy poco por protegerlos.

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